No es cosa de abuelas

La historia de las mujeres de este país está inefablemente ligada a los hitos de sus luchas, incluso de las casi invisibles, que conducía en los 60 la Federación de Mujeres Cubanas

Hay un olvido peligroso entre personas, familias, poblaciones, y también como género —y en este caso hablo de quienes se identifican con el femenino—, que consiste en ignorar una realidad incuestionable: todo a lo que alcanzamos a tocar se debe a que vamos “trepadas” sobre los hombros de otras personas, de otras mujeres.

Sí, ni usted ni yo tuvimos que luchar en este país por tener derecho al voto o al aborto, o porque las escuelas fuesen mixtas y las muchachas pudieran ir a la universidad. Todo eso lo exigieron y consiguieron nuestras bisabuelas y abuelas, mientras las miraban mal o las trataban de malas esposas y madres, por pensar en sí mismas.

A nuestras abuelas les tocaron luchas diferentes. Y yo pienso en la mía, tan impetuosa y dulce, desandando trillos con un candil y una cartilla. La Campaña de Alfabetización (1961), entre las primeras grandes políticas públicas del joven gobierno triunfante en 1959, rara vez se ve como un hito feminista o, cuando menos, femenino. Pero lo fue. De casi 270 000 alfabetizadores convocados, en su mayoría jóvenes, las féminas representaron el 59 por ciento, mientras que ellas fueron el 55 por ciento de las más de 700 000 personas alfabetizadas. Mujeres enseñando a mujeres.

Para allá fue mi abuela con catorce años a enseñar a leer y escribir a hombres, mujeres, niños y niñas de un campo intrincado de Ciego de Ávila, donde las guajiras se bañaban y se pintaban los cachetes con Rojo Aseptil para sentarse en el portal.

Esas guajiras, a las que mi abuela —criada pobre, pero en una ciudad próspera y yendo a bailar a los liceos— veía extraño, para el gobierno podían ser el apoyo perfecto de un ejército de hombres ganaderos, agricultores y operarios de centrales de azúcar. Era cómodo y hasta rentable para el país (como lo es en todas partes, aún hoy) que siguieran lavando camisas, criando futuros agricultores y sembrando en el patio para el consumo familiar.

Pero en medio de la vorágine de cambios, la Federación de Mujeres Cubanas (FMC) fue uno de ellos, para su suerte. Y casi 14 000 muchachas de la Sierra Maestra y el Escambray se fueron a estudiar a Miramar y Siboney, para que fueran otra cosa que madres y compañeras, un destino irreversible que comenzó a destejerse en la misma medida en que ellas aprendieron a coser. La revolución dentro de la Revolución.

Por primera vez calzaron zapatos, se atendieron las muelas y se pintaron las uñas. Estudiaron corte y costura, y volvieron (no todas, claro) con un oficio y mucho mundo visto. Las “Anitas” (así las llamaron por el nombre de las escuelas Ana Betancourt) fueron solo una parte.

Esos primeros años de la FMC en la Isla fueron para levantar el tapete y mirar a todos los grupos de mujeres que estaban más abajo en la jerarquía social, enterradas por siglos de patriarcado y dominación. Así, tuvimos exprostitutas y ex empleadas domésticas que estudiaron para conducir taxis (Las Violeteras las nombraron) o trabajar en bancos, y las alfabetizadoras, como mi abuela, regresaron de La Habana listas para ir a la universidad.

Los consejos de mi abuela eran siempre estudiar y disponer, libre y egoístamente, de una parte del salario, aunque el resto se usara para gastos de la casa. A mí se me han quedado desfasados, porque parte de lo que ella consiguió a duras penas, a mí me vino concedido desde que nací.

Y las cosas que me faltan son, por supuesto, los retos de una organización que ya no debe preocuparse por sacar del analfabetismo a los más humildes, sino más bien por la desigualdad de oportunidades, por la doble jornada laboral de las cubanas, por la homofobia, la transfobia, la bifobia, por la violencia psicológica, el acoso sexual en las calles y la violencia física hasta su última expresión: el femicidio.

Esa es la lucha de las mujeres de hoy. De nosotras.