Médico avileño en un lugar de Santa Lucía

Se puede estar en Santa Lucía, Andorra o Lombardía y todos los lugares parecerán equidistantes porque fuera de Cuba las millas se miden en nostalgias, y ya sabemos que las nostalgias no son proporcionales a las distancias.

Por eso Jose Luis, en su otra Isla del Caribe, no extraña menos que Boris, en su nuevo principado de España. De hecho; probablemente nadie lo haga más que Jose Luis, aunque quizás sea, al mismo tiempo, el hombre menos “fuera de lugar” de los casi 700 que combaten un virus lejos de casa.

Su historia —aún sin ser historia de casos y hospitales, por no haber vencido todavía la cuarentena del arribo— parece contada con toda la suspicacia del destino que le tenía dibujado los 1 967 kilómetros a Cuba, sin boleto de regreso. Al menos eso creía él, cuando preparaba sus maletas y ponía fin a una misión de más de cuatro años.

Mientras volaba hacia Cuba, el nuevo coronavirus se escurría por las calles de Castries y con apenas unas horas de estancia aquí, el gobernador de allá declaraba la emergencia sanitaria.

Cuatro días estuvo Jose Luis en Ciego de Ávila, cuatro días que jamás le alcanzarían para dos hijos, dos nietos, una esposa… Cuatro días aquí, contra cuatro años allá parecen una migaja de abrazos para la familia que tuvo que despedirlo, otra vez. Sin pensarlo, porque nadie lo pensó, y sin dudarlo, porque tampoco nadie lo dudó. Fue un hola y adiós.

Ahora él lo cuenta desde una videollamada de Facebook, intentando despojarse del dramatismo, solo con un “no es fácil” y tratando de “convencerme” a mí, como si fuera yo su mujer, una educadora de círculo infantil que tuvo que haber tenido tanta comprensión y amor con él como con sus niños.

¿Pero quién no entendería? Jose Luis López González llevaba más de cuatro años siendo jefe de misión en Santa Lucía y conoce todos los intersticios de esa tierra, su idioma, su gente… Para “colmo”, acumuló la experiencia de Sierra Leona, cuando todos creían que el ébola sería demasiado grande para aquel pequeño país y otro, no mucho más grande, le redujo a cero la amenaza. Y, encima, es epidemiólogo.

Incluso, reducido así su historial, parece no haber tenido mejor “competencia” para el nuevo puesto (su mismo puesto) que la de él mismo. Acá seguirán guardándole el suyo en el Centro Provincial de Higiene, Epidemiología y Microbiología, donde no pudieron darle ni la bienvenida oficial porque el 27 de marzo, en horas del mediodía, Jose Luis aterrizaba otra vez en Santa Lucía.

Durante el reporte de una televisora local se le ve bajando de la escalerilla, de primero, con su nasobuco y su mochila, y entre las palabras de agradecimiento el inglés permite fácilmente descubrir la admiración por lo que Cuba hará y ha hecho ya en Santa Lucía.

Sin embargo, todavía no comienzan las horas más difíciles. Los 113 colaboradores cumplen con la restricción establecida, lo cual no quiere decir que no sean útiles del todo. Según cuenta el doctor estudian los reportes del país, repasan el inglés, se actualizan sobre las dinámicas que acompañan al tratamiento del virus en el mundo y todos los días, religiosamente, bajan de su “encierro” y aplauden a sus colegas. Él habla de un aplauso a los otros, en otras partes, pero es difícil hacer distinciones y jerarquizar agradecimientos. De alguna manera, hoy ellos se aplauden a sí mismos, ¿por qué no?

Ese fue el primer video que Jose Luis nos hiciera llegar a Invasor, solo porque se lo pedimos.

Y meticuloso, como lo adivino, envió otro, con palabras, como si hicieran falta revelaciones y las misiones cubanas en el exterior no dieran por sentado a estas alturas qué hacen nuestros médicos fuera de casa.

Al despedirnos quedamos en “vernos” la próxima semana, cuando comiencen su batalla contra la epidemia. Nos hemos prometido una entrevista “oficial” donde otros médicos podrían narrarnos también sobre el amor que inspiran en un lugar de Santa Lucía… y aquí.