Más que una invitación

No olvido aquel discurso magnífico de Raúl, era entonces el presidente cubano y, como conocedor del país que ayudó a liberar y dignificar, nos habló de todos los ámbitos de la vida de la nación.

Ofreció cifras, habló del bloqueo y sus consecuencias nefastas, ratificó la posición de Cuba respecto a su política exterior, habló de metas, sueños, desafíos... Y como colofón, aquella frase vibrante, contundente, que parecía una invitación, mas no lo era: ¡A trabajar duro!

A lo largo de mucho tiempo la frase inundó todos los espacios, se enarboló como bandera, fue consigna recordada por la mayoría de los cubanos a la hora de fundar, servir, hacer el bien común.

Como invitada de honor entró a otros discursos y reuniones, se le veía en vallas y carteles; estaba a flor de labios y latía con el mismo pulso de los que soñaban un país mejor.

Pasaron los días y la exhortación sigue en el alma de quienes saben que nada que no venga del trabajo duro y virtuoso puede salvarnos, porque habitamos en un país pequeño, pobre y asediado, porque la dignidad cuesta mucho y hemos pagado cada céntimo por ella.

Sin embargo, no todos la acogen y abrazan con la misma fuerza, e incluso, algunos no la escucharon entonces; y siguen sin hacerlo.

En los recientes debates promovidos para enriquecer la nueva propuesta de Constitución, muchos cubanos se proclamaron a favor de que el trabajo en Cuba fuera una obligación, que nadie pudiera eludirlo, darle la espalda, apoyado en que se puede no hacer uso de un derecho, o dejar de cumplir con un deber, por más sagrado que este sea.

Pero en la actual coyuntura que vive el país, considero que eso no resulta lo más aconsejable. Mas, sí es necesario prestar mucha atención a esos planteamientos hechos por gente que sí trabaja y a los que nadie ha tenido que obligar para que lo hagan, personas que se entregan muy duro mientras ven como otros no lo hacen.

No son sólo jóvenes a los que sus padres mantienen los que actualmente no trabajan en Cuba, ni familias enteras porque son sustentadas desde el extranjero; también hay personas a las que nadie les regala nada, y gozando de perfecta salud física y mental, no tienen ninguna modalidad de empleo y, sin embargo, se sustentan, no aportan nada al país y reciben todas las bondades que este ofrece.

Y yo me pregunto, ¿cómo se pudiera obligar a que alguien que no trabaje dé su aporte necesario al país, para que este pueda continuar ofreciéndoles a todos sus hijos esas conquistas a las que ninguno renuncia y no se les niega a nadie, aunque no trabaje?

No espero que en Cuba se le regatee jamás un bien tan elevado como la salud y la educación de sus hijos a alguien por pensar que no se lo merezca, ya que no le interesa ser dueño del derecho a ser noble, o porque soslaya el deber de ser útil a su tierra, concuerdo con que eso no sería justo. Sin embargo, pienso en cuán injusto puede resultar esto para los que sí sienten la necesidad moral de dar con alegría su aporte imprescindible.

Desde que Carlos Manuel de Céspedes inició esta Revolución supo que Cuba necesitaba de todos sus hijos, Martí quería una República para el bien de todos, pero no hecha solo por algunos, tenía que ser hecha con todos.

Y eso es lo que pedía Raúl cuando nos mandaba a trabajar duro, porque él sabe que no existe otro modo de crecer, de levantar una nación, de mantener las gratuidades, aumentar los exiguos salarios, lograr el estado de bienestar que aspiramos.

Su hermosa frase no era, en modo alguno, una invitación; era una orden, porque Raúl sabe de todas estas cosas. Sabe lo que Cuba necesita. Y yo vuelvo a preguntarme: ¿Acaso existirá un cubano que, aunque no esté dispuesto a cumplirla, no lo sepa?