I
La Historia ha querido fundir con el bronce indestructible del tiempo, las acciones de estos dos gigantes. “Porque en Cuba solo ha habido una revolución: la que comenzó Carlos Manuel de Céspedes el 10 de octubre de 1868 y que nuestro pueblo lleva adelante en estos instantes”, así resume Fidel las tradiciones de lucha del pueblo cubano. En ese mismo discurso, como para que nadie abrigara la esperanza de la ambigüedad, dijo, con su dedo índice señalando al horizonte: “Ellos hubieran sido como nosotros; nosotros hubiéramos sido como ellos”. Esos a los que se refirió Fidel como “ellos” fueron los precursores, los del himno y las banderas, los pinos nuevos; cuando dijo “nosotros” se refería a la generación del centenario, a los del Moncada, el Granma, la Sierra. Pero en medio de esos “ellos” y “nosotros”, Fidel, al referirse a esa sola Revolución que se extendió por cien años, incluye a Mella, a Baliño, a Martínez Villena, a Pablo de la Torriente, a Enrique Varona, y a muchos que permitieron la continuidad histórica de la lucha.¡Qué manera de fundir el sentido histórico y humano de las revoluciones! ¡Cien años de lucha y una sola idea!
Si yo fuera pintor y tuviera que plasmar esta frase en un lienzo, aparecerían, junto a Céspedes en La Demajagua, en el preciso momento en que profería el grito de ¡libertad o muerte!, Fidel con un machete mambí en ristre, Raúl, Almeida, El Vaquerito…, todos, junto a los esclavos que acababan de obtener su verdadera libertad, entonando el himno con Perucho Figueredo o incendiando a Bayamo; pintaría a Martí en el asalto al Cuartel Moncada disparando junto a Fidel por conquistar la libertad, no importa cuál, pues la libertad no tiene edad ni fronteras; pintaría a Agramonte, a los hermanos Gómez Cardoso, al Águila de la Trocha, desembarcando en Las Coloradas con los expedicionarios del Granma; y pintaría a Gómez y a Maceo, a Camilo y al Che, en una eterna y única invasión hacia Occidente.
En esa pintura del devenir histórico de Cuba, se hace demasiado evidente la presencia martiana en el pensamiento y la acción de Fidel Castro.
La prisión de Fidel no fue menos abrumadora que la de Martí. Ambos sufrieron las incertidumbres del encierro, la impotencia de saberse condenados injustamente, la nostalgia. Martí con el consuelo de su maestro Rafael María de Mendive; Fidel con el consuelo de su maestro, José Martí. Entre los incontables libros que Fidel Castro leyó durante su permanencia en la prisión de Isla de Pinos, había textos de Martí subrayados por la mano firme de Fidel. Esas frases resaltadas bastaban para conocer el pensamiento de quien las señaló. “Una revolución seria, compacta e imponente, es digna de que pongan mano en ella los hombres honrados”, “Esperar es una manera de vencer”. “Pero cuando el país llama; es necesario responder.”
Me parece importante afirmar aquí que Martí fue un revolucionario radical, un antimperialista definido y que no fue capaz de soñar nada que no pudiera realizar; los sueños martianos eran más bien premoniciones, pero más que premoniciones eran verdades contundentes. Conversando Martí un día con Carlos Baliño le dijo, y cito: “¿La Revolución? La Revolución no es la que vamos a iniciar en la manigua, sino la que vamos a desarrollar en la República”. Se infiere que, si Martí hubiera sobrevivido a Dos Ríos, habría sido el intérprete de la necesidad histórica y de los cambios que requería la República; sin embargo, el devenir histórico le dio esa oportunidad a Fidel, es decir, la de proyectar los cambios necesarios para establecer una nueva y auténtica República.
Si la Revolución iniciada por Fidel hubiese quedado en su primera etapa, o sea, en su etapa de liberación nacional, seguramente se hubiera estancado; me atrevo a afirmar que se corría incluso el riesgo de un retroceso, de manera que Fidel, con la experiencia martiana viva en su pensamiento, con la experiencia que le habían legado cien años de lucha, no podía pensar, cuando entraba a La Habana al frente de su caravana de la victoria y de la dignidad, en otra cosa que en aquella frase que Martí le había dicho a Baliño y que ya citamos anteriormente: “La Revolución no es la que vamos a iniciar en la manigua, sino la que vamos a desarrollar en la República”.
No había entonces otro camino que el escogido por Fidel para conducir los preceptos del triunfo a través de los vericuetos de una República enferma y concretar las ideas de Martí. La voz de Martí —es casi una certeza— resonó en los oídos de Fidel e hizo vibrar su corazón. Retomo la idea del pintor y digo con satisfacción que si tuviera que pintar la entrada de los rebeldes en La Habana, pintaría a Martí al lado de Fidel diciéndole: “Gracias, Comandante, yo hubiera hecho lo mismo”.
He ahí la hermandad de ideas, la fusión de pensamientos que caracterizaron a esos dos gigantes de la aurora. Existe un elemento significativo que marca la vocación patriótica y revolucionaria de ambos, y es que cada uno llegó a sus convicciones morales, políticas, humanas y revolucionarias como resultado de sus meditaciones, de la observación de la realidad y de la asimilación del pensamiento de los que los antecedieron. El maestro de Martí fue un poeta que hizo patria del verso y, cuando daba clases, era como si un ejército de ideas entrara batallando en los cuadernos de sus pupilos; ese maestro se llamó Rafael María de Mendive. El maestro de Fidel también era poeta y sus versos encendieron el modernismo latinoamericano, y cuando daba clases era como si la historia se encabritara como un potro fiero. Ese maestro se llamó José Julián Martí Pérez.
Es por ello que las ideas de Martí y de Fidel forman una simbiosis que se entronca en la historia de la humanidad. El Comandante en Jefe Fidel Castro y el Mayor General José Martí tuvieron el más fiel e invencible ejército: los humildes, los pobres de la tierra. Sus ideas no solo sirvieron a la patria, sino que devinieron en bálsamo para otras patrias latinoamericanas, y al final todas se fundieron con el pensamiento de Simón Bolívar para soñar con una América libre.
Cada hombre es el resultado de su tiempo y cada época suele producir los hombres que le resultan imprescindibles para cambiar la Historia. Martí y Fidel no podían compartir el mismo tiempo, como compartieron el mismo espacio. Martí ocupó su sitio en el tiempo y edificó la catedral de sus ideas; vislumbró las tradiciones americanas, vio nacer con esa fuerza más al imperialismo y alertó a los pueblos de los peligros que este traía en sus entrañas.
Tuvo el privilegio de levantar a su humilde ejército, de animar las cansadas manos de los patriotas de otros tiempos, como Gómez y Maceo; alcanzó la gloria y la inmortalidad. Fidel habitó otro siglo y también edificó la catedral de sus ideas.
II
He tenido la inmensa satisfacción de visitar más de una vez el sagrado lugar donde habitan para siempre Martí y Fidel. La primera fue una visita oficial, en el marco de la 26 Feria Internacional del Libro en Santiago de Cuba, a la cual asistí precisamente, entre otras misiones, para presentar un libro titulado Buenos días, Fidel. Mi primera impresión fue la humildad de la Piedra, esa sencillez proverbial que irradia de la misma y que se confunde con el verdor de la hierba y de las palmas. Por otro lado, la tumba de Martí, alta, como una gran columna que se empina buscando el sol. La premura y la emoción no me dejaron disfrutar de aquella calma de dos siglos, donde duermen los más grandes próceres de mi tierra. Tenía que regresar allí para darles las gracias por tantos años de gloria; tenía que volver y lo hice a solo un mes de la primera visita.
Llegué cuando la soledad rodeaba la solemnidad de ambas tumbas. Fui de los primeros en entrar a Santa Ifigenia. Los incipientes rayos de sol se escurrían sobre la hierba, cuando ya estaba frente a la Piedra. Puse flores blancas en las jardineras y me hice una foto de recuerdo. Le pregunté a la persona que custodiaba el lugar si podía quedarme un poco más; ya iba a decirme que no, que lo reglamentario era colocar las flores y continuar, pero se me ocurrió mostrarle una foto mía con Fidel en el momento en que le entregaba uno de mis libros y la custodio me dijo que me quedara cuanto quisiera.
Contemplé en silencio aquella piedra traída del corazón de la Sierra Maestra y pensé en las veces en que Fidel y Martí pasarían cerca de ella. Me impresionó saber que el propio Fidel había querido que sus cenizas permanecieran en dicha piedra. y pensé en Martí y en la gloria del grano de maíz, y cuando vi la bandera cubana en la tumba del Apóstol, entonces pensé en Fidel y llegó el momento en que ambas tumbas comenzaron a irradiar la misma luz, la misma solemnidad, el mismo silencio.
Esta vez, si hubiera tenido que pintar este sitio inolvidable, seguramente hubiera colocado a Martí en la Piedra y a Fidel en la alta columna; es que ambos lucharon y sufrieron por lo mismo, de modo que estoy seguro de que esa torpeza no alteraría la historia.
El tañer, como si viniera de las montañas, de una campana, me sacó de mis pensamientos. Iba a producirse el cambio de guardia. Me situé en un lugar privilegiado, solo, pues aún nadie había llegado a interrumpir mi intimidad con Martí y Fidel. Aquellos soldados, más que marchar, ejecutaban una danza luctuosa al compás de las campanas que doblaban a intervalos y de los redoblantes, y del himno del 26 de Julio, y de una emblemática canción de Juan Almeida, todo como venido de ultratumba o de las cimas de las montañas de la Sierra Maestra donde, en otros tiempos, libraron sus batallas definitivas.
A la hora de marcharme, me despedí de la Piedra y de la alta columna, con sus reliquias en su interior. También de la custodio, que había sido muy gentil. Mientras me alejaba, me vino a la mente un poema de Nicolás Guillén en el que dice que Cuba es un barco de papel que anda por el Mar de las Antillas, un barco con una sola brújula y un cañón de azúcar. Se me ocurre pensar que puede ser un barco con dos timoneles: Martí y Fidel, en el que han viajado, viajan y viajarán generaciones de cubanos empujados por los vientos de la Historia.