Mariam y Alan: reinventar la infancia

Han crecido y no lo advierten. Ambos tienen 9 años. Ya 10 muy pronto: Alan, el 24 de septiembre, y Mariam, el 26; y, por más de ocho meses, no han podido bajar las escaleras del edificio donde viven. Sin embargo, se han reinventado sus espacios para divertirse, intercambiar lo que saben y pasar los días.

Se les escucha desde temprano. Ella vive en el cuarto piso, y él también, pero en el hueco de al lado. Sus balcones son habitación, castillo, fortaleza, cueva,… y todo lo que su imaginación les permita crear durante el día.

Se les oye reír, inventar historias, protagonizar personajes que ellos mismos crean. Se lanzan retos de conocimiento, de agilidad mental, muchas veces sin ser conscientes de ello.

Cuando el sol se encapricha en doblegarlos, convierten sus espacios en casas de campaña. Sábanas viejas, cartones, lo que encuentren les sirven para guarecerse, mas no se rinden. Así los sorprende la hora del baño y de la comida. Y muchas veces regresan a su reinado y los encuentra la noche en un intercambio admirable.

Han construido una amistad de la que, con seguridad, hablarán cuando lleguen a la Universidad. Porque se les escucha decir: “deja que yo esté en la Universidad”.

Ya no hablan de bajar a la calle a montar patineta o bicicleta ni de los días en que corrían en las áreas deportivas de sus escuelas ni de cómo compartían en el barrio con los otros muchachos, que también están en sus casas, como Jeremías y Dilver, que, datos móviles de por medio, protagonizan verdaderos campeonatos mediante videojuegos; o Geyli, que juega con Maylan de la misma forma que ellos; María Karla, que prefiere sumergirse durante horas frente a la computadora; o Lía y Álison, dos hermanas que hacen de su balcón su otra casa, la de sus fantasías.

Pero, Mariam y Alan han contextualizado hasta sus modos de decir. Muchas veces hablan de los amigos, de cómo será el día en que sus papás les digan que “ya pueden bajar”. Y duele. Duele un poco verlos en su propio encierro, ese que, aunque forzado, los ha mantenido a salvo.

Hasta tiraron un cordel de balcón a balcón, y esa es su línea telefónica, su conexión a Internet; y ríen porque, según Alan, que tiene una imaginación muy fértil, “estamos contribuyendo con ETECSA a las comunicaciones”. El cordel les sirve para intercambiar juguetes y dibujos de animes, de su creación, a los que hasta les ponen nombres.

Sacan sus libros y se hacen preguntas para ver cómo andan los conocimientos. Inventan frases que tengan rimas, cantan, juegan al Veo Veo hasta en medio de un apagón.

Él se levanta temprano. Olvida que ella es dormilona. Sale temprano al balcón y la llama. Entonces le responde su mamá cada día lo mismo. Entonces Alan comienza a preparar —inventar— las ideas que pretende para cuando Mariam asome.

Al fin ocurre y, para ambos, es una fiesta. A veces, incluso, una de las mamás les recuerda que deben hablar más bajo, que es mediodía y algunos vecinos descansan a esa hora. No reclaman. En unos minutos, con la concentración en su mundo de ensueños, se vuelven a sentir sus energías, acumuladas y renovadas.

Ella vive con su mamá y su abuela. Él con sus padres y su hermana de unos nueve meses. No saben el parecido de su historia con las tantas que debe haber por ahí, de otros niños que, también, han buscado alternativas para convertir en provecho el tedio inevitable.

A mí, en cambio, me traen a la mente uno de los capítulos de ese tan necesario libro: El Principito, y un diálogo que tiene, con ellos, muchos puntos en común.

¡Ah, principito, cómo he ido comprendiendo lentamente tu vida melancólica! Durante mucho tiempo tu única distracción fue la suavidad de las puestas de sol. Este nuevo detalle lo supe al cuarto día, cuando me dijiste:

—Me gustan mucho las puestas de sol; vamos a ver una puesta de sol…

—Tendremos que esperar…

— ¿Esperar qué?

—Que el sol se ponga.

Y para ellos, la puesta de sol, pudiera interpretarse como el fin de la COVID-19. Final que, obviamente, debemos garantizarles porque el futuro lleva sus nombres, y los de los más de 70 000 estudiantes avileños de todas las enseñanzas que, como Mariam y Alan, se han reinventado los días.

Así pasó.