Cuando Lidia Lina Marrero Morgado me dio el sí para la entrevista y fijó hora y lugar, no imaginé que sería después de 24 horas de guardia y que andaría con la voz cansada y el paso lento por los pasillos del Policlínico Centro, en la ciudad cabecera.
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Entonces eran más de las 10:00 de la mañana y empezamos a la inversa, yo disculpándome por la insistencia, y ella, con una paciencia de la que ya no existe en medio de tanto torbellino, haciendo la primera pregunta, mientras abanicaba en sus manos tres cajas de Azitromicina, como quien lleva la salvación en ellas.
Detrás de la careta protectora, los espejuelos y los dos nasobucos, apenas se delineaban sus ojos carmelitas, que de tan rojos parecían que iban a cerrarse en cualquier momento. Pero no, a sus 56 años se ha acostumbrado a estar donde haga falta, aun cuando le duelan los pies, o a cuenta y riesgo de que una guardia de 24 horas se convierta en otra de 30 en un santiamén, porque antes de irse debe verificar el stock de medicamentos, preparar documentación, entregar los casos más complejos al siguiente turno e, incluso, conceder una entrevista.
Ese camino recorrido y su habilidad aprendida de no pegar ojo mientras ausculta, receta o canaliza una vena, ha sido escudo protector en estos 16 meses de enfrentamiento al virus en los que ha permanecido siempre en área roja, en la consulta para infecciones respiratorias agudas establecida en el Policlínico Centro, la cual inauguró y donde se mantiene todavía, viviendo en primera persona ascensos y descensos de una curva de contagios con una letalidad sin precedentes, que solo en los últimos días nos ha dejado 108 avileños muertos.
“Son momentos muy duros, estamos agotados y las personas llegan a las consultas en mal estado. Cada paciente o familiar cree que sus síntomas son los más críticos, y entre tantos necesitados discernir a quién ayudar primero es difícil. Hacemos hasta lo imposible por salvar, en condiciones difíciles y con carencias de todo tipo. Es tanta la desesperación que, también, nos gritan y nos maltratan, con eso debemos lidiar sin faltar a la ética o ser hirientes.”.
Uno intuye a la primera que es una mujer valiente a la que el sayo de la medicina le queda a la medida, y esto no es lisonja fatua, sino certeza de que se necesita ser médico, de arriba a abajo, para ponerle el pecho y no la espalda al contexto epidemiológico que vive hoy Ciego de Ávila, incluso cuando pesan sobre sus hombros una casa, una familia y una madre de 84 años.
Lidia Lina ha visto de todo un poco: golpe de estado en Mali, mientras cumplía misión internacionalista y debió abandonar el país casi a punta de pistola; referendos constitucionales y guarimbas en Venezuela; y las peripecias de la atención médica en zona de difícil acceso de Brasil. Sin embargo, para la COVID-19 no encuentra sinónimos que le hagan justicia, aunque sí muchos adjetivos: terrible, injusta, espantosa...
En los últimos meses le ha tocado, también, explicar hasta el cansancio síntomas y modos de actuación, convencer y consolar cuando, por ejemplo, una falta de aire se controla en el Cuerpo de Guardia y es tanto el miedo que la persona no quiere despegarse del balón de oxígeno para ir a casa, aun cuando en una silla hay otros esperando su turno con una tos y un ronquido fatigoso que le erizaría los pelos a cualquiera. “Doctora, si me vuelvo a sentir mal qué hago”, “Regresa, que yo te atiendo”. Más o menos así son los diálogos de despedida en el umbral de la puerta.
Para entender una noche de guardia en una consulta de IRA, inevitablemente hay que volver a los números, y esos Lidia Lina los conoce al dedillo. Digamos que tres médicos por el día, solo dos en la noche, y un enfermero, atendieron entre 50 y 60 pacientes que llegaron con emergencias: deshidratados por los vómitos y las diarreas, con fiebre, con una glicemia elevada, con la presión arterial descompensada y con un marcado distrés respiratorio, necesitados de oxígeno y de medicamentos en vena para aliviar los síntomas.
A la par debieron asistir en la sala de observación a los cinco pacientes que permanecen en camas recién habilitadas, pensadas para estabilizar y trasladar de manera inmediata, pero que hoy son sitios de ingresos duraderos.
Otros esperan en sillas que sean evacuados a un centro de salud para poder ocupar esas capacidades, porque su condición ya no les permite regresar a casa. Una sola laboratorista se encarga de tomar las muestras de PCR y de hacer test rápidos, los cuales, por su cuenta, fueron alrededor de 200.
Se infiere que otra de las batallas circunscriptas a las 24 horas de guardia es gestionar un traslado. Se supone que desde la mesa coordinadora se garantice una capacidad en un centro de aislamiento y, luego, se activa el Sistema Integrado de Urgencias y Emergencias Médicas. A estas alturas, no todos los engranajes funcionan, y la presión la siente Lidia Lina en su consulta cuando son varios los que esperan en ascuas y sin aire.
No hace falta mucha matemática para comprender que la cuenta no da, que las esperas son irremediablemente largas y sirven para describir el suplicio de la atención médica en medio de este rebrote de cifras exponenciales: personal de salud que no alcanza, camas e insumos médicos insuficientes, y protocolos que no funcionan.
Pero en la medicina, según Lidia Lina, siempre puede hacerse algo, y su máxima es que en su turno nadie vira para atrás sin ayuda. “Puede faltarnos el medicamento, pero no la voluntad, la sensibilidad, la insistencia y la llamada oportuna”.
También sabe, como lo ha vivido en carne propia, que no siempre una vida se salva. En esta guardia contó dos muertes y terminó con el pecho apretado y sollozando, porque aun cuando le enseñaron que esa posibilidad siempre gravita, nadie quiere que pase ante sus ojos.
Casi a las 11:00 de la mañana pusimos punto y final, más por el respeto a su cansancio que porque no hubiese otras cosas que contar. Bajó las escaleras con la Azitromicina para entregarla a los ingresados y apenas alcancé a decirle que dentro de unos días podría leer la entrevista. Me respondió que seguro no tendría tiempo, y, la verdad, le creo.