Hambre y amor, bitácora de una enfermera avileña

Porque su pasión por todo lo que toca no puede circunscribirse a la necesidad de ser útil, Elena Castillo García merece esta y otras entrevistas.

Tenía 11 años y pesaba 37 libras. Charito era lo que la ciencia ha llamado un caso de desnutrición proteico-calórica avanzado, tanto que su cuerpo era un manojo de formas inconexas que se balanceaban entre el abultamiento del vientre, el tamaño de la cabeza y las cuencas saltonas de los ojos, que miraban como si quisieran tragarse el mundo.

Charito tenía 11 hermanos y vivía en la comunidad de Chansolme, en Haití, y, en resumidas cuentas, tenía hambre, no de la que se sacia de vez en vez, sino de la que horada y carcome hasta devolvernos una imagen punzante en la que una niña no se parece a sí misma.

La enfermera pediatra Elena Castillo García también sintió hambre durante los disturbios entre la oposición y las fracciones leales al presidente Jean Bertrand Aristide, que obligaron a los cooperantes cubanos en ese país a racionalizar las provisiones, sobreponerse al miedo y, a veces, hasta operar a punta de cañón.

Claro, entre una y otra sensación hay un abismo que, si se quiere, encuentra fondo en el amor y en ese intento implacable para unos de salvar y para otros de salvarse. Solo así se entendería que hayan arropado sus diferencias y olvidado las distancias para estar como madre e hija durante dos años bajo el mismo techo.

Contarlo ahora, a secas, es más fácil, lo aterrador debió ser pensar que no lo lograría y que ni las fórmulas nutritivas cada dos horas ni los masajes de aceite la ayudarían a desandar la línea malsana que hace rato había cruzado cuando agotó sus reservas de azúcar, grasa y la masa muscular.

Ese susto en el estómago y los sentidos acalambrados, Elena los recuerda sin vergüenza porque, al fin y al cabo, la mejor lección llega con la experiencia: “ni el miedo ni la precaución deben faltar en la medicina y mucho menos la conmoción por el dolor ajeno”.

Para ser exactos, desde que hizo sus maletas en Cuba sabía que esta no sería una misión cualquiera, ni siquiera similar a la que cumplió en 1977 en la República del Congo, y esa certeza no era fortuita ni aderezada solo por las diferencias culturales, sino que se había propuesto, de antemano, encontrar a los primos y tíos nacidos de aquel lado del mar, con la foto de su padre haitiano guardada en el bolsillo.

La fisonomía le ayudó a atar cabos y compartir en familia la herencia interrumpida por la distancia fue un disfrute, que tuvo su plus cuando tropezó con Charito. Entonces se confirmó a sí misma que estaba en el lugar correcto, a la hora precisa.

Precisamente esa perseverancia y sensibilidad son lo que mejor describen sus 47 años de trabajo, en los que vio crecer hacia adentro el Hospital Provincial General Docente Doctor Antonio Luaces Iraola, surgir nuevas salas y servicios, levantar desde cero otros bloques, desfilar a varias generaciones de especialistas y enfermeros, y celebrar con frijoles enlatados y carne rusa su cumpleaños a kilómetros de distancia de sus seres queridos.

Sin embargo, habría que redescubrir la plenitud de una vocación que nació en el batey de Las Coloradas, mientras recortaba cofias de papel y auscultaba mazorcas de maíz, y el desenfado con que rechazó el consejo de sus padres, que le rogaron dedicarse a otra cosa porque no soportaba la sangre ni ver sufrir a un animal. De esas lágrimas y compasión ahora se jacta.

Jefa de sala por más de 10 años en Gastroenterología, Miscelánea y Distrófico —antiguo servicio que acogía a niños bajo peso—, lo mismo canalizó venas en pequeños deshidratados que resistió patadas y mordidas cuando el humano acto de defenderse la colocaba en el papel de la agresora.

Pero llegar hasta aquí fue un camino más largo que inició el día que Manolo Díaz, entonces director del hospital, la impulsó a superarse en Camagüey y, de paso, aventurarse a una ciudad desconocida con la poca ropa que tenía guardada en una mochila. Mas o menos así, entre guaguas, trenes, camiones y libros, obtuvo en 1976 el grado de Enfermera Auxiliar en Pediatría.

Siempre las madrugadas le han parecido eternas y el amanecer agobiante. Primero por la tensión de estar en vela y, luego, por los preparativos para que a las 8:00 de la mañana la sala brillara y cada paciente estuviese debidamente atendido.

No se permitía que la doctora Clara Puerto Acensio le señalara faltas, y cuando lo hacía, al día siguiente, preparaba su desquite madrugando más y exigiendo el doble.

Tampoco ha sido todo tan fácil y más de una vez ha tenido que imponerse, por ejemplo, cuando demostró en un hospital de campaña dedicado a luchar contra el cólera en Haití, en el año 2007, que no era necesario un anestesista para canalizar la yugular en un niño, o cuando sorprendió a una enfermera durmiendo en su turno en lugar de velar el goteo de un suero conectado, nada más y nada menos, que a la cabeza de un pequeño.

Lo bueno es que el tiempo siempre le ha dado la razón: la asignaron a tiempo completo a la carpa de pediatría y aquella enfermera se desvive hoy en elogios al recordarla.

Voltearle la espalda al hospital fue un acto que nunca aprendió del todo y fueron muchas las noches en las que dejó a sus niñas pequeñas en casa para saber de la evolución de un caso o verificar el orden en la sala.

Las alegrías de aquellos años llegan nítidas al 2020 con la costumbre de inyectar y, a estas alturas, casi diagnosticar a los hijos y nietos de los pacientes que un día atendió por casualidad, o con el hábito inamovible de marcar un día en el calendario durante los últimos 30 años para reunirse en el restaurante Solaris con sus antiguas compañeras.

Es categórica cuando dice que “detrás de un buen médico, siempre hay enfermero”, de ahí la rectitud, la disciplina, la broma de la libreta negra donde anotaba las incidencias, y la certeza compartida de que el respeto en un profesión como esta, encargada quizás de la parte menos grandilocuente de la medicina, se gana con el trabajo bien hecho.

Eso y más llevó a pie de juntillas en la oficina de Atención a la Población, de la Dirección Provincial de Salud Pública, y durante los 14 años en que asumió la dirección sindical del hospital, más por encargo que por voluntad propia. Sin embargo, tampoco de esto se arrepiente y habla de años maravillosos que pasaron como torbellino, poniendo muchas cosas en su lugar y removiendo otras.

El saldo positivo lo resumen en la creación de una tienda de estímulo, que llenaba sus estantes con el aporte de las empresas e instituciones del territorio, el sentido de pertenencia reactivado en los trabajadores, y la convicción de que el mejor o el peor funcionamiento del sindicato solo depende de nosotros mismos.

Es que su vida ha sido tal cual la rutina de un hospital: voraz e insaciable, con una mezcla arbitraria de júbilo y tristezas, donde, a veces, un soplo de alegría dentro de una sala, donde se luchaba por la vida, se trató más de un azar con suerte que de la propia ciencia, pero aun así celebró y siguió confiando.

No pudo traer de Haití a su niña y solo atinó a encomendarla al cura del pueblo para que pudiera estudiar, y de los otros rincones que habitó le han quedado las mayores riquezas: cariño y recuerdos.

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Posted by José Angel Portal Miranda on Monday, February 10, 2020

Por eso ha llegado a convencerse de que el amor es alimento y medicina simbólica, que el hambre también puede ser espiritual y no por eso es menos asolador, y que la abundancia no siempre depende de las cosas que nos rodean.

Suerte para Elena, que descubrió estos otros significados mucho antes de sus 65 años.