En su mundo

De todos mis mundos inventados, en el único que no podría jamás sobrevivir es en uno sin madres. No hablo del mundo con la ausencia de muchas, que, por diversas razones, ya no estén, pero que desde ese lugar donde las situamos, nos miran, cuidan, miman y guían; digo un mundo de hijos que no nacieron de mujeres, que no habitaron un vientre, que no sintieron la primera caricia, la mirada sublime, que no buscaron golosos del pecho de su madre.

Un mundo ruidoso sin los susurros de las madres; insípido sin la sazón de ellas; cruel, sin su bondad; egoísta, sin su vocación de darse como nadie. Mundo maldito sin su fe, oscuro sin su lámpara encendida, maltrecho sin su vicio de ir zurciéndolo todo, a pesar de tropiezos, quebrantos y desdichas.

Porque las madres son discos de vinilo con cientos de canciones de cuna, de arrullo interminable, de cuentos sacados de lugares inexistentes donde todo es posible, donde la belleza se toca con la mano, donde el bien te espera a pasos de distancia.

Porque son un recetario inagotable de inventiva en las cocinas más humildes, magas en convertir alacenas vacías en sitios donde siempre haya qué encontrar. Ilusionistas por cuenta propia, porque habrá algo en la bolsita donde va la merienda, o en la cartera, para responder con una sonrisa al “qué me trajiste”, letanía predilecta de los niños.

Y son el botiquín donde no falta el “sana sana colita de rana”, o un pequeño bolsillo siempre lleno de “te lo dije”, que quema tanto al ser dicho por ellas; aprendices de brujas que lo intuyen todo, que descubren si el halo del mal puede cernirse sobre sus hijos.

Las que siempre abanican, las que las ojeras las delatan; a las que no les gusta el chocolate, ni los muslos de pollo, ni estrenarse vestidos nuevos, porque hay que dejar algo para ellos debajo de la almohada; inventoras de las sorpresas más sublimes, retadoras hasta la médula.

Las que todo lo encuentran, las que cuando dicen “no puedo más” le recuerdan al cielo que tienen que ganar fuerzas, hacer nuevos intentos, porque “quién cuidará a mis hijos como yo”, aunque así desdeñan la consideración de los otros, se dejan tirar todo encima, descuidan su salud.

Porque las madres, después, aprenderán a vivir lejos de sus crías y con las entrañas anudadas les dejan crecer las alas para que vayan adonde quieran ir; y si regresan hay fiesta interminable, música perenne, los postres preferidos, las historias que nunca murieron, las fotografías tantas veces miradas. Y si, en cambio, llegara el olvido, se mueren despacio, se van marchitando como un pétalo de flor.

Las madres son horcón y caballete, y enseñan a construir, aunque haya tormentas que amenacen su techo; aunque se haga difícil allanar el camino.

Enseñan a reír, a buscar la alegría donde quiera que esté, a superar el miedo, a disfrutar cada paso en la búsqueda constante de la felicidad.

Secan las lágrimas, acompañan en el dolor desde el primer rasguño, la primera caída; pero van enseñando el valor de llorar.

No habitaría en un mundo de hijos creados en laboratorios, porque en el mundo de las madres, aun allí donde una madre falla, o se nos va a destiempo —porque la vida no está escrita en renglones rectos y sin tachaduras—, siempre corren al auxilio otras madres, que se llaman abuelas, tías, vecinas, maestras o primas. Y hay padres, porque en este mundo los hijos no vienen envueltos en paños desde París.