Diario del miedo: El Hambre

El hambre transforma; en este caso para bien. Verlo con apetito, comiendo con deseos, queriendo más, era la mejor prueba de que saldríamos de allí mejor que como entramos

Todo el mundo coincide en que si tienes apetito estás bien. Para muchas personas sentirse mal está conectado con dejar de comer; algo pasa a nivel gástrico, metabólico, que no podría explicar científicamente. No me ha pasado mucho, es la verdad verdadera: soy hija de mi padre, que incluso los “empachos” se los curaba comiendo.

Esto quiere decir que ni en la primera semana ni en la segunda, la del ingreso, esta cubana dejó de alimentarse. Ya te conté que los primeros siete días hacía unos caldos anti-COVID pa´ chuparse los dedos. Obvio que no hay evidencias de ello, porque ni Eric ni yo teníamos sentido del gusto. De hecho, casi 30 días después, el mío todavía no regresa.

Sigo cocinando a rumbo, las papilas gustativas apenas me sirven para determinar sal y dulzor, nada más. Pero como tengo una memoria “comidística” bastante buena, me como una aceituna sabiendo perfectamente a qué sabe, sin cogerle el gusto. ¿Qué cosa loca verdad?

En fin, que después de una semana de caldos sustanciosos nos fuimos al ingreso y mi estómago tenía ciertos temores. Pero, así como en la Escuela del Partido faltaron algunos aseguramientos de los que ya te conté, tengo que decir, con total honestidad, que la comida siempre fue muy buena. Muy buena, sí. ¿O acaso carne de res, sopa de res, arroz, fufú de plátano y ensalada no es una gran cosa? Bien elaborada, además. La única pega que puedo ponerle es la cantidad, aunque estoy consciente de que no todos tienen el mismo apetito que yo. Vamos, que estas libras que me sobran no son de aire ni de agua, eso está clarísimo.

Los voluntarios que repartían la comida y las meriendas llegaban rayando el horario del hambre, con un carrito repleto de platos servidos y envueltos en jabas de nailon. Siempre con buen ánimo, sin desesperos cuando nos demorábamos en buscar los vasos para el jugo o la leche del desayuno. Todo desechable: plato, vaso, cubiertos, jaba. No puedo imaginar cuánto está costando ahora mismo, solo, servir los alimentos en los cientos de centros de aislamiento y hospitales de este país. Hay costos de la pandemia que no se cuentan y, sin embargo, cuestan.

He visto en redes sociales otras historias menos felices con la comida. Y lo único que puedo pensar es que quienes tienen el encargo de cocinar para enfermos no lo estén haciendo con el amor y la entrega que se necesitan. Sería tristísimo comprobarlo, pues como estamos, un día eres cocinero y al siguiente paciente. Sería muy mal karma caer en “el plato” de alguien que cocina sin deseos.

La buena comida que nos dieron en la Escuela del Partido evitó, además, que nuestras familias se deshicieran en atenciones y trataran de hacernos llegar otros alimentos. Yo no quería, desde el principio, esa lucha de pozuelos y mensajeros; además, el reglamento disciplinario no habría permitido ese trasiego. En honor a la verdad, no hizo falta.

Eric los primeros tres días estaba medio inapetente, para como es él normalmente. Se lo comía todo, pero cuando yo “luchaba” un segundo plato (y lo hice más de una vez), nunca quería más.

Eso empezó a cambiar el jueves, el día en que empezó su franca recuperación. Compartimos un segundo plato y ya a la hora del hambre llegaba, exactamente, con hambre, lo mismo en el almuerzo que en la merienda antes de dormir.

Es increíble cómo cambia el cuerpo, la mente. El hambre transforma; en este caso para bien. Verlo con apetito, comiendo con deseos, queriendo más, era la mejor prueba de que saldríamos de allí mejor que como entramos. Sobre todo, él, que siempre estuvo peor.

De regreso a casa los dos tenemos unas ganas de comer, francamente, preocupante. Eric dice que es el esteroide, yo digo que es la salud. A las 10:00 de la mañana pone a hacer el arroz, “por si se va la corriente”, aunque en verdad parece más que es por adelantarse. Compra aguacate, plátano, calabaza desde el balcón y dice que la comida está rica, sabrosa. Por primera vez en nuestras vidas estamos comiendo a las 7:00 de la noche. A ese paso recuperará de un tirón las libras que la COVID-19 le quitó.

A mi esa maldita no me rebajó ni una.