Día del Estudiante: El bullicio revolucionador de las aulas

Hay algo sobrenatural, de ciclón, de irreverencia, de agonía creadora, de saberes compartidos y amontonados durante siglos, en el silencio misterioso y en el bullicio obstinadamente joven de las aulas cubanas. Da igual si se mira a través de los ojos escrutadores y el mutismo atento de José Cemí —el personaje lezamiano—, mientras sus amigos, Foción y Fronesis, discuten sobre los más variados temas en las páginas de Paradiso; o si uno se sumerge en las crónicas que Raúl Roa y Pablo de la Torriente escribieron durante las “batallas campales” del estudiantado habanero de los años 30: de cualquier forma, acaba brotando el germen de rebeldía ante lo viejo.

• Puede descargar aquí el texto Bufa subversiva, de Raúl Roa 

Desde los propios albores del sentimiento nacional, el verbo encendido de Félix Varela, José de la Luz y Caballero y otros eminentes pedagogos caló bien hondo en las ansias de justicia y libertad de sus estudiantes, jovencitos criollos de alta cuna que un día se lanzarían a la manigua y abonarían con su propia sangre la semilla de la revolución armada. Un ejemplo que luego pareció clonarse en los pasillos del colegio San Pablo, donde José Martí aprendió de su maestro, Rafael María de Mendive, el difícil ejercicio de ser coherente con lo que se piensa, y de anteponer, frente al beneficio personal, la salvación de la patria y el equilibrio del mundo.

No obstante, si la segunda mitad del siglo XIX cubano tuvo a Martí, la primera del XX vio empinarse, en medio de la corrupción generalizada y las luchas obreras, a un coloso moral, hijo de sastre, quien se convirtió en fundador y líder por excelencia de la Federación Estudiantil Universitaria (FEU).

La joven y atlética figura de Julio Antonio Mella se alzó en las calles habaneras y en cada rincón de la Universidad como símbolo de una generación de cubanos que abrió, a ritmo de tánganas y sacrificios de toda índole, el camino hacia un país mejor. Esa Cuba diferente, retoño esperanzador del porvenir, nació en las aulas universitarias y en los mítines de la FEU, para desprecio de los obcecados y ventura de los cubanos de buena voluntad.

Mella. Textos escogidos 

Los fanáticos del orden —mientras este sea asimétrico y favorezca a unos pocos— siempre tacharán de revoltosos a los estudiantes, porque la entropía cotidiana asusta a los inquisidores, los cuadrados y los dogmáticos; porque la herejía, el caos luminoso de la juventud y el contacto con lo mejor del conocimiento humano, logran la maravilla: que al estudiante, como en la canción del argentino León Gieco, lo injusto no le sea indiferente.

Así, no extraña que 20 años después de aquella revolución, que surgió frente al pizarrón de la clase y terminó yéndose a bolina, unos muchachos recién salidos del espacio universitario decidieran no dejar morir a Martí en la ignominia y el olvido. Ellos fueron los jóvenes del Centenario, los moncadistas, los heraldos sangrantes y serenos de la emancipación continental.

Por eso, tampoco es raro que su líder, Fidel Castro, hubiera sido, en sus tiempos universitarios, un destacado dirigente estudiantil; o que el recién surgido Movimiento 26 de Julio recibiera el apoyo de la FEU y de su presidente, José Antonio Echeverría, quien luego caería en la lucha urbana contra la dictadura; o que el joven avileño Pedro Martínez Brito, incansable colaborador del movimiento estudiantil y del Directorio Revolucionario 13 de Marzo, ofrendara su vida en nombre de un futuro que nunca llegaría a ver. En Cuba, revolución y educación son palabras que terminan encontrándose a cada rato, si es que acaso, en cierta medida, no son sinónimos.

Dicen que los jóvenes se parecen más a su tiempo que a sus padres y este refrán debe tener sus buenas dosis de realidad, pues en casi cualquier latitud el estudiantado resulta un importante motor del progreso social y de los cambios inaplazables de cada época. Quizás el ejemplo más diáfano se dio en las calles de Praga, el 17 de noviembre de 1939, cuando un grupo de jóvenes checoslovacos se convirtió en símbolo de la resistencia antifascista, y del espíritu crítico y profundamente comprometido de los estudiantes de todo el orbe.

Y, si no fuera por ellos, o por los nuestros —que también han demostrado buenas cuotas de desprendimiento personal y solidaridad con las causas justas—, aún así valdría la pena dedicar un día del año a los muchachos del mayo francés del 68; a los jóvenes mexicanos masacrados en Tlatelolco; a los que la dictadura militar argentina secuestró y desapareció en la Noche de los Lápices; a los universitarios que formaron parte de las protestas antiglobalización en Seattle; a los pingüinos (estudiantes secundaristas) que inundaron las calles de Santiago de Chile en 2006…

Un día, no. Hacen falta 365, y serían pocos, para rendir homenaje a todos los estudiantes que, en el afán de ser realistas, soñaron lo imposible y lo consiguieron. El 17 de noviembre les queda pequeño.