Desde Ciego de Ávila, viaje a la semilla

Esta vez no es un cuento, aunque, como Carpentier, la historia viaja al pasado, más para ser entendida desde sus raíces que para desafiar el orden racional de las cosas. Si, sobre todo, se narra en reversa, es porque de otra manera no podrían entenderse las miradas de Efrén y Edelio, dos veteranos que no lloraban en el Panteón de los Mártires aquella mañana de diciembre.

Pero yo juraría que cuando la trompeta tocaba el silencio y las balas de salva lo ignoraban, algo invisible rodaba por ellos, que parecían incorruptibles de flaqueza en posición militar y con más de 80 años en los hombros; tiempo suficiente para haber llorado a todos los muertos que ahora tenían frente a sí y para entender que también ellos podrían haber sido restos de una historia sobre la cual otros dos veteranos fueran a sollozar, disimulados.

Es un honor, les murmurarían entonces, mientras ellos les perdonarían días de felicidad en una serenata que se canta desde siglos antes, sin ser pequeña ni trova; solo himno en “un país libre, cual solamente puede ser libre”. Una isla a la que irían naciéndole predecesores que germinan desde columnas, divisiones, batallones, ejércitos… militares de nunca “en su lugar, descansen”. De siempre semillas.

Unos nacidos dentro de otros y por otros, como si fuesen sangre de su sangre y no hermanos de lucha con apellidos tan diversos que suenan a legión. Todos juntos, aunque los caídos y los sobrevivientes se bifurquen en un punto de la realidad donde unos terminan siendo muertos que descansan en paz, y otros, vivos que todavía la pretenden. Parece un sinsentido: los que no alcanzaron la paz, ahora la tienen. Los que triunfaron, siguen peleándola.

Y si la historia no fuera bella y los ojos de Edelio y Efrén hubieran estado mirando a una parte donde no se vieran, uno podría decir que aquella mañana cargaban, al menos sobre su conciencia, todos los cuerpos del cementerio. Veteranos al fin, estarían preguntándose sobre qué muertos ellos están vivos. Pero no. Sus ojos tenían pupilas solemnes que se parecían a la tristeza, sin que fuera eso, ni llegara a rodarles por el pómulo.

Hubo un momento en que me confundí y pensé que sí, que era lo mismo, y fui a contarles el honor para ver si mientras calculaban 26 y 28 medallas, se les escapaba la anécdota de un día en el que la charretera era apenas el pliegue estrujado de una camisa sin planchar y no tenían grados ni hazañas. Suponía que, antes de todo eso, no podrían explicarse los dolores de Edelio González Vargas y Efrén León Nápoles, como si no hubieran nacido ellos de otros dolores.

Sin embargo, en un viraje del tiempo y de la historia, ellos empezaron a hablar del futuro, de cómo estos jóvenes de ahora, sin guerra en las montañas, debían batirse duro en el llano, y de cómo el porvenir le hace justicia al pasado ante la idea de un país mejor. Solo así podrían rendirse y deponer las armas que hace décadas trastrocaron en pensamiento. Solo reencarnando, Edelio y Efrén podrían descansar un día en paz, dondequiera que eso sea y mucho tiempo después de sus 82 y 84 años, porque ambos se creen lo que son: fuertes.

Son dos ancianos erguidos, aparentemente por la pose militar, si bien ha sido esa una ceremonia constante en sus vidas: firmes por convicción, y no por “ordeno y mando”. Por eso no extrañó la tranquilidad en sus miradas este siete de diciembre cuando el homenaje a los caídos era, de paso, un repique de tambores a los sobrevivientes, a los que resisten y creen, a los que re-fundan sobre lo fundado sin miedo al cambio y a riesgo de la sospecha. Un canto a los héroes de antes y a los de hoy, a los del dos de enero de 1959 y el dos de enero de 2021.

Aquella solemnidad en sus rostros es también la que aspiro a ver en otras miradas y a escuchar en otras clases de Historia de héroes “que no fueron héroes, pero estuvieron allí”.

Si se hiciese trova, puede que los párpados de Edelio y Efrén se cerraran solo para tararear, quizás, el Muchacho de guerrilla que el trovador avileño Yoan Zamora nos regaló una vez. En la historia que inspira la canción, al Sur del municipio de Venezuela, Juan Olimpio Valcárcel, un niño de 14 años, impedido de sumarse a la tropa del Che por una discapacidad física, le regala lo único que tenía: la yegüita con la que cargaba el carbón que vendía. Meses después, intentando el reencuentro con el Comandante, muere ahogado en el río de Jatibonico.

En uno de los versos del trovador se escucha. Ay, Juan Olimpio, muchacho de guerrilla/ Ay, Juan Olimpio, tú fuiste la semilla.