Esta crónica vio la luz en octubre de 2020 y fue la última entrada del blog La letra de Siberia
Generada con IA A mi edad, ya mi abuela había tenido sus ocho hijos y sabía de memoria todos los rituales de mi abuelo: tacasillos almidonados, el lado izquierdo de la cama, los huevos se comían duros, el potaje mejor que el congrí, el noticiero siempre, por las tardes un dominó…
Creía que por conocerlo tanto había llegado a la cumbre de su amor. Así lo demostraba. Estaba ahí para él, siempre, en aquel campito —a tres kilómetros de la Carretera Central por donde pasaban los carros rapidísimos porque no quedaba nada allí que no fuera la bodega del caserío.
Y yo que tuve conciencia de ese amor cuando redondié los 20, empecé a cuestionarles semejante superviviencia con el “hasta dónde se amaron porque quisieron y hasta dónde porque tuvieron o porque no se atrevieron a descubrir una vida fuera de ellos”.
Pero un tiempo después deshice todas las preguntas y me quedé solo con la imagen al final de la tarde, invariables en dos sillones del portal, hablándose alto porque casi no se oyen, tergiversándose sin querer. Riéndose. Y mientras los veo, llego a envidiarles hasta la dentadura postiza con que lo hacen, y muero de nostalgia por el amor que no he tenido rozando casi los 40.
Mi abuela, siempre me pregunta por él.
—¿Bueno y por fin qué? Así encabeza todas las conversaciones, casi de cualquier cosa. ¿Bueno y por fin qué?, y abre los ojos.
Lo último que le dije es que “el indicado”, como lo llama ella, la tiene muy muy difícil conmigo, porque debe cargar con todas las ausencias del pasado, las 24 000 ideas del presente, más lo que se me vaya ocurriendo pal futuro. Pero que sí, que tiene fuerzas. Que lo quiero en la acampada y que no empiece con la bobería de los huesos y la frialdad; que no se meta con las plantas de mi cantero diciendo “a ver mija, déjame eso a mí”, y que ama el cine y la música, aunque no baila y que, obvio, se ríe hasta en las funerarías. Y que no sé si se apure en el baño por las mañanas porque a mí siempre se me queme el pan, y que está de más que le diga que es atrevido.
—En toooooooodo abuela, y le sonrío con malicia.
Y sí, mima, claro que el tipo es bueno y simpático, aunque de de vez en cuando él mismo dice que es un pesao. Y es bobo con los niños y juega, y sí, anjá, se parece mucho a mí.
Y así se lo voy describiendo. Contando.
—¿De verdad mija, todo eso?
—Bueno, mima, te dije que no sé si puede encargarse del pan del desayuno, a lo mejor se demora en el baño…
Y ella ríe a carcajadas. Cree que la engaño.
Pero por si acaso, cuando vuelva a verla voy a enseñarle una foto, la tengo en mi contacto de Whatsapp. Ahí aparece con un sombrero y sonríe. Solo podrá “objetarme” que es narizón.
Porque claro, yo no le he dicho todo a mi abuela.