Alba de letras y números

Ese encanto del nuevo curso escolar está condenado, irremediablemente, a hacernos un poco más felices

Septiembre tiene su magia. No lleva consigo las promesas de nuevos comienzos, propias de enero, ni el alivio representado por ese paréntesis caluroso y prometedor que son los meses de julio y agosto. No tiene Día de las Madres, de los Padres ni de los Enamorados. Quizá fuera otro más del montón, de no ser por el olor a libros, los surquitos de tiza bajo las pizarras y el desfile de colores de los uniformes recién planchados. Septiembre marca el día cero del curso escolar, el inicio, el disparo de arrancada, y queda inevitablemente preso del beso de la abuela, el silencio de los hogares vacíos y el bullicio de las aulas.

Lejos estamos de aquellos días fundacionales en los que, a golpe de sueños y de sangre, nacía un nuevo país; y la educación, convertida en prioridad de Estado, abría sus infinitas posibilidades al campo, las lomas, las ciénagas y los barrios olvidados. Eran los tiempos de los maestros voluntarios, como Manuel Ascunce; y de Nemesia, aquella flor carbonera, inmortalizada en el poema del Indio Naborí; adolescentes y niños que, desde sus experiencias personales, a veces trágicas, se vieron envueltos en el torrente de cambios de su época.

Seis décadas después, como alba de letras y números, la educación cubana navega por otros cauces y enfrenta retos distintos a los de antaño. Sin embargo, se repite la escena de los niños que llegan por primera vez a la escuela y lo miran todo con ojos de asombro, el “pórtate bien” de mami o papi, las caras nuevas en el matutino, la voz de la maestra cuando dicta palabras y oraciones, el olor a libreta recién estrenada, los cuadernos, las asignaturas por desentrañar, la ilusión de empezar las clases…

Para los padres y familiares el inicio del curso tiene otras lecturas. Si al niño le tocó uniforme nuevo, se arma el corre-corre para adaptarlo a sus medidas corporales (y conseguir que la costurera termine el trabajo antes del lunes 4). Si no le tocó uniforme, pero dio el “estirón”, urge pensar dónde se consigue uno que no le quede chiquito. Además, hay que buscar mochila, zapatos, y un largo etcétera en el que no puede faltar la merienda, esa palabra que casi siempre, y sobre todo ahora, se pronuncia con las manos puestas en la cabeza.

Los maestros, y eso lo sabemos muy bien quienes tenemos alguno en casa, viven estas primeras semanas de curso casi con la misma intensidad de sus alumnos. Hay tanto por hacer que el día se vuelve corto para ellos. Si les tocó un nuevo grupo, el trabajo es doblemente difícil, pues corresponde no solo impartir asignaturas, sino familiarizarse con sus nuevos “muchachos” y conocer sus necesidades, personalidad y situación familiar.

Como escribíamos al inicio, septiembre tiene su magia, y ya sea por la luz todavía veraniega que se cuela al interior de las aulas o por ese otro brillo, el de los saberes, que sale de la escuela e irradia todo a su paso, ese embrujo, ese encanto del nuevo curso está condenado, irremediablemente, a hacernos un poco más felices.

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