A pesar del otoño, creceremos

No lo van a impedir los enemigos

No habría hecho falta que un experto en Economía enunciara lo vivido por todos en carne propia para concluir que 2019 ha sido un año duro. Tanto que el fantasma del período especial, con la grisura del inicio de aquella década, amenazó con desdibujar el final de esta justo en el otoño, minando el sosiego de algunos y obligando a sacar las cuentas domésticas con la precisión y el nervio de quien ha tenido muchos años de entrenamiento.

Se suele cuantificar esas durezas, esas complejidades con números, calculando porcentajes de crecimiento bruto, utilizando indicadores al nivel macro, la balanza de pagos, lo exportado, lo importado, el dinero que entra, el que sale, los barcos en el puerto, las tarifas, los impuestos...

En la calle también, aunque las cuentas son más sencillas. Se expresan en lenguaje coloquial, sin tecnicismos, en si hay pollo, aceite, jabón, puré de tomate, si llegó el café a la bodega, si habrá apagón, si las guaguas pasarán a su hora, si habrá guaguas…

Podríamos enumerar ahora cada uno de los tropiezos durante estos 12 meses para el desempeño nacional, desde los climatológicos hasta la vuelta de tuerca trumpista, pasando por las ineficiencias propias, inexcusables y visibles. Pero perderíamos tiempo, un tiempo precioso y apremiante; un tiempo con vocación más para fecundar ideas nuevas que para hacer autopsias.

Está claro que los análisis permiten saber, sin temor a equívocos, cuáles cuotas de responsabilidad recaen sobre los hombros nuestros y cuáles se las debemos a la mala entraña de un imperio obcecado, fanático de tirar piedras a los tejados vecinos con tal de no mirar la imagen reflejada por su techo de vidrio.

Muy cierto es que sin petróleo, digamos, resulta harto complicado delimitar dónde se trató de negligencia, burocratismo, desidia, dejar de hacer, y dónde no se pudo más con todo y la estrechez. El hecho, no obstante, es que con el Goliat de enfrente estamos obligados a contender mientras tengan la sempiterna intención de ponernos de rodillas y nosotros, “davides” caribeños también inamovibles, apostemos todas las hondas y las fuerzas a mantenernos en pie.

Mantenerse en pie, sin embargo, no es condición preexistente ni eterna, ya lo había dicho Fidel aquella tarde en el Aula Magna de la Universidad de La Habana, mientras hablaba con una franqueza como de espejo y hacía una pregunta enorme, respondida con un ¡No! rotundo y él, todavía, ¿se puede derrumbar nuestra Revolución?, pidiendo aquel ¡No! se hiciera con hechos más que con palabras.

Mantenerse en pie entraña desamarrar los nudos, multiplicar los buenos ejemplos, desterrar el voluntarismo y la simulación, ponerle verdad y razón a lo hecho, potenciar la creatividad, premiar el mérito y la sinceridad, castigar todo asomo de corrupción y delito, escuchar la opinión diferente, apegarse al espíritu de las leyes, hacer leyes para todos, trabajar, en fin.

Trabajar mucho, sin descanso, porque no basta con haber fundado una Revolución en un país que sangraba y dolía; no basta poner pan en la mesa, cura en la herida, pizarra y escuela; no basta asumirnos continuadores de una obra hermosa, útil, necesaria. Hay que mantenerla, sí. Pero hay que mejorarla.