A las 4: 00 de la tarde continúa la cola en la consulta de Oncología en el Hospital Universitario Doctor Antonio Luaces Iraola, pero, contradictoriamente, nadie se va a casa porque saben que “el viejo” atiende hasta el último paciente.
También le dicen “el loco” y “el profe”, para completar una tríada de apelativos en los que se desdibujan las especialidades que ostenta o el orden exacto de sus apellidos, pero lo que saben con certeza es que José Manuel González Cendán está ahí para todos, lo mismo para poner la mano en el hombro ante la fatídica muerte que para gozar el placer de las buenas noticias.
•Lea más sobre el tema
Su padre, por muchos años el único hombre dedicado a la bibliotecología en Ciego de Ávila, lo obligó a leer hasta que terminó siendo un gusto bien saboreado. Así queda explicada su habilidad para hilvanar ideas sin titubear y conversar hasta el cansancio.
Los sueños de su madre de ser estomatóloga y la influencia de su tío, que con muchos esfuerzos pudo hacerse médico, terminaron por redondear su vocación y su hoja de vida en la medicina comenzó a escribirse mucho antes de que tuviera un título y una bata blanca.
Apegado al orden y la disciplina encajó a plenitud en las Fuerzas Armadas Revolucionarias, donde cumplió con su servicio social, trabajó en Guantánamo, para ser esta una suerte de misión internacionalista que nunca cumpliría por las circunstancias que la vida le impuso, y más tarde se especializaría en Medicina Interna, en el afán de lograr una visión integradora de cada diagnóstico y tratamiento.
Pero como la vida se escribe en renglones torcidos y, a veces, se llega por los caminos más largos a los más admirables sentimientos, le tocó padecer los síntomas que tantas veces diagnosticó y estudió en sus libros de medicina.
Sería el cáncer una experiencia lacerante que trastrocaría los sentidos de su vida y lo pondría puertas adentro del servicio de Oncología en la dualidad de médico y doliente; mas acostumbrado a mirar el lado bueno de lo malo, de cuando su enfermedad arreció y lo mantuvo en vilo, prefiere recordar el diplomado nacional en Oncología, que le permitió ayudar a otros que, como él, luchaban por rebasar el cáncer.
“Cuando se sufre en carne propia el estar encima de una cama con vómitos y nauseas por los efectos adversos de la quimioterapia. Cuando un médico se ve del otro lado de la barrera comienza a cuestionarse muchas cosas y a entender otras tantas. Un paciente oncológico sobrelleva su enfermedad con el apoyo de las familias. Así pasó conmigo, por eso, hoy insisto en capacitar a las familias, prepararlas y ayudarlas para enfrentar los cuidados y hasta el luto.”
Fue de los primeros pacientes en usar el anticuerpo monoclonal HR3, que las enfermeras le administraban después de terminar su rutinaria visita a la sala. Los efectos adversos los pasaba bajo una colcha en su oficina, con el mimo de sus compañeros de trabajo y con el agradecimiento de sus pacientes, que toma forma en un vaso de agua, un refresco y hasta el empeño de entregar lo que debieran guardar para sí.
En más de 32 páginas y con varias fotos documentó las peripecias de su enfermedad pensando en cómo serle útil a quienes el dolor obliga a pensar que no resistirán, pero las borró cuando se supo sano, como prueba de una etapa ya superada, de la que, sin embargo, nunca ha logrado desligarse.
Le abruma la idea de una chequera y justifica las “broncas” con su irremediable ambición porque todo salga bien. Desea despedirse trabajando al lado de sus pacientes y junto a su colectivo, al que nunca terminará de agradecerle del todo las horas de desvelos y aflicción.
“El jefe tiene que ser el primero en llegar y el último en irse. No se le puede pedir al resto lo que no somos capaces de hacer. Llego a las 7:00 de la mañana al hospital y, a veces, son las 6: 00 de la tarde y no me he ido. Aquí la prioridad es el enfermo y los horarios no importan. Nadie debe irse a casa sin recibir su primer esquema de tratamiento, porque con el cáncer el tiempo significa vida.”
Rememora con destreza cada detalle de los últimos años, se mueve en su silla, bebe café, la voz flaquea, las lágrimas le corren en un acto casi incontrolable y una no sabe si consolarlo por los tropiezos o felicitarlo por su entereza.
Con parsimonia increíble dice que el día de su muerte no quiere horas de velorio ni despedidas de duelo. Desea ser cremado, enterrado y que a fondo se escuche cierta crónica dedicada a él difundida por la radio hace un tiempo. Enjuga sus lágrimas y con el mismo gesto desenfadado confirma que si no hubiera estudiado medicina, hubiera estudiado medicina. Para Cendán no había segundas opciones.