Rapidez e ímpetu convirtieron en una victoria el rescate de Sanguily

Esta fue, sin dudas, una de las más grandes proezas que se escribieron en nuestras luchas por la independencia.

 rescateArchivo Crecí admirando la valentía, la grandeza y el desapego a la fortuna familiar para vivir los rigores de la campiña mambisa, de un hombre que decidió lograr con todas sus fuerzas el objetivo más importante de su vida: ver a Cuba libre y soberana del poderío colonial español.

Supo decir adiós —sin nunca abandonar—, a su querida esposa (Amalia Simoni) y sus dos hijos. Ignacio Agramonte Loynaz, más conocido como El Mayor, por el grado militar que tuvo capacidad de ostentar, se convirtió en una de las figuras más inolvidables de nuestra primera contienda independentista.

El Mayor tuvo que ejecutar la acción que lo sitúa, decididamente, en los anales de la guerra de los Diez Años, cuando recién amanecía el 8 de octubre de 1871. Había acampado con unos 70 jinetes en el potrero de Consuegra, al sur de la ciudad de Puerto Príncipe, con el propósito de descansar, luego de un mes de largas y fatigosas jornadas por la zona.

El brigadier Julio Sanguily Garrite, un habanero por quien Agramonte sentía particular afecto dada su probada valentía en el combate, salió del campamento temprano en la mañana de ese día, con autorización del jefe insurrecto, acompañado de su ayudante el capitán Diago y de su asistente el moreno Luciano Caballero.

Llevaba consigo tres enfermos que dejaría en el rancho-enfermería de la patriota Cirila López Quintero, por lo que emprendió la marcha el brigadier a través del bosque, “en un penco, pues sus corceles de batalla, que eran magníficos, estaban harto necesitados de descanso por las penosas jornadas de la última operación”.

Así lo cuenta Manuel de la Cruz en El rescate de un héroe, y añade que “el capitán Diago quedó rezagado en el bosque. Sanguily descabalgado a fuerza de hombros, fue sentado en un taburete, de espaldas al sendero, colocando junto a sí su diario de operaciones, el reloj, el sombrero y el aparato metálico con que reemplaza su falta de rótula. Luciano Caballero se alejó con los caballos para llevarlos a pastar. Amén de los recién llegados y doña Cirila, había en los bohíos dos mujeres y algunos enfermos, entre estos un paralítico.

“Mientras una de las mujeres lavaba junto a un pozo cercano al sendero la ropa del brigadier, doña Cirila preparaba el desayuno de este. Dirigíase doña Cirila hacia el lugar en que estaba Sanguily para que saborease una muestra de su cocido, cuando entre asombrada y medrosa, mirando al bosque, exclamó: —¡Ahí están los españoles! Volvió el rostro Sanguily y vio un flanco de guerrilleros enemigos. Todos los que rodeaban al ilustre inválido, incluso el paralítico, se desbandaron poniendo pies en polvorosa.

“En aquel supremo instante aparece Luciano Caballero, rifle en mano, se pone en cuclillas ofreciendo las espaldas a su jefe para llevarlo a cuestas al bosque, diciendo: —¡Monte, mi brigadier! Sanguily arroja al suelo el rifle del asistente para hacerle más fácil la carrera, se abraza a su cuello, y el soldado emprende la huida.

“Cerca del bosque el enemigo va a caer sobre los fugitivos; Sanguily se agarra a la rama de un árbol, ordena al asistente que gane el bosque, y él queda balanceándose en el aire, resignado a la suerte que le cabe”.

Al conocer Agramonte la noticia de que el brigadier Julio Sanguily había sido hecho prisionero por una guerrilla española de 120 hombres, al mando del comandante César Matos y que era conducido al campamento del general Sabás Marín, enclavado en Jimaguayú, sin oír más palabras, sin averiguar dónde y cómo había sucedido, sin indagar siquiera cuántos eran los contrarios, hizo venir a su presencia al jefe de día y le ordenó mandase ensillar su caballo Mambí y el mejor de los corceles del brigadier Sanguily, y que se dispusiesen a marchar enseguida los que pudiesen disponer de caballos en estado de empeñar una acción.

Los 70 hombres que componían la brigada quisieron acudir al llamamiento de su jefe, pero este formó un destacamento de 35 jinetes, escogiendo así menos de la mitad de sus fuerzas. Dispuso como orden de marcha una pequeña vanguardia de cuatro hombres al mando del comandante Henry Reeve y las fuerzas principales a las órdenes del comandante Emiliano Agüero, en las que iba Agramonte con sus ayudantes y los del brigadier Sanguily.

“¡Corneta, toque a degüello!”, fue el grito del Mayor tras una breve arenga a su tropa, pues al brigadier se le conducía a toda prisa hacia Puerto Príncipe, donde seguramente le esperaba un Consejo de Guerra urgente y el fusilamiento, como era rigor en aquel tiempo.

Los cubanos siguieron a Agramonte a todo galope, rescataron al oficial, diezmaron la tropa española y capturaron decenas de caballos, monturas, una tienda de campaña y una buena cantidad de proyectiles, revólveres y sables.

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Los detalles de la acción fueron escritos por el propio protagonista y se recogen en: El Mayor. Uno de los jefes militares más brillantes de guerra de independencia, del Dr. C. Jorge Miguel Puente Reyes:

“Solo con treinticinco jinetes bien montados podía contar en esos momentos para darle alcance al enemigo, y no había tiempo que perder, para hacer esfuerzos desesperados a favor de un jefe distinguido y un compañero. Salí con ellos logrando alcanzar al enemigo en la finca de Antonio Torres, cargué por la retaguardia al arma blanca, y a la invocación del nombre y a la salvación del Brigadier prisionero, los nuestros sin vacilar ante el número ni ante la persistencia del enemigo, se arrojaron impetuosamente sobre él, le derrotaron y recuperaron al Brigadier Sanguily herido en un brazo, y cinco prisioneros más que llevaba y había recogido en nuestros campos”.(...) "Mis soldados no pelearon como hombres: ¡lucharon como fieras!".

Sanguily, sin custodios, viendo el desconcierto de sus enemigos, hostigó su cabalgadura y se dirigió hacia sus compañeros. Para no ser confundido con los adversarios españoles agitó el sombrero en la diestra, gritando: —¡Viva Cuba Libre!— Y al mismo tiempo una bala le hirió en la mano, que luego mostraba atrofiada como recuerdo de aquella jornada incomparable.

Agramonte, pudo estrechar entre sus brazos al héroe rescatado, que no pudo contener sus lágrimas. Entregó el rescatado a los capitanes Arango y Díaz, diciéndoles que respondían con sus vidas por la del brigadier, y ordenó la última carga, que dio por resultado la total dispersión del enemigo. Las tropas del gobierno español dejaron sobre el campo once muertos. La pequeña legión de Agramonte tuvo dos muertos y cinco heridos.

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Aquel grandioso hecho levantó la moral de las tropas independentistas cubanas en aquel momento de la lucha insurreccional, demostró que al enemigo se podía desconcertar, neutralizar y desorganizar, que el factor sorpresa, combinado con la rapidez y el ímpetu desplegados, podía convertirse en una victoria y, que Camagüey estaba en pleno pie de guerra nuevamente, con un jefe insuperable, Ignacio Agramonte.

Recuerdo hoy la intervención del líder histórico de la Revolución cubana Fidel Castro Ruz, con motivo del Centenario de la Caída en Combate de Agramonte, cuando refiriéndose a esta histórica acción destacó:

“Ha pasado a la Historia de Cuba como una de las más extraordinarias acciones de armas; un hecho que levantó el ánimo en el campo cubano en momentos difíciles, que electrizó prácticamente a todo el mundo (...) Sobradamente conocido por todos los cubanos, esta fue sin dudas una de las más grandes proezas que se escribieron en nuestras luchas por la independencia, y ha pasado a ser un hecho de arma proverbial, que en aquel entonces despertó incluso la admiración de las fuerzas españolas”.