El cuarto hijo de Máximo Gómez y Bernarda Toro se ganaría un lugar en la historia patria a golpe de valentía y entrega
La humildad del bohío dejaba escuchar a lo lejos el ruido sordo de combates de la Guerra Grande, que ya transitaba por su octavo almanaque. Entre aquellas cuatro paredes de tabla de palma y techo de guano, en el medio del monte, habían vivido su amor, bajo las balas y sobre el filo del machete, el Generalísimo Máximo Gómez Báez y la cubana Bernarda Toro Pelegrín, Manana. El 11 de marzo de 1876, en la finca espirituana de La Reforma, nacería el cuarto hijo del matrimonio: Francisco Gómez Toro, Panchito.
Escribe Gómez, entonces, en su Diario de Campaña: “Espeso monte, grandes árboles, un arroyo fértil y de agua cristalina, muchos pájaros que cantan, y mucho ruido grato del monte, muchos ruidos de guerras que se oían a lo lejos; allí está la cuna de mi hijo Francisco”. Y más adelante: “Esto es jurisdicción de Sti. Espíritus, de suerte que mi hijo es cubano espirituano”.
Recoge la historia que, a los pocos días de nacido, llegó Maceo y al conocer al nuevo descendiente de Gómez y Manana se mostró muy contento. Cuando la madre le contó que tenía una pequeña imperfección en el pie derecho dijo que no importaba, porque el pie que necesitaba un guerrero para montar a caballo era el izquierdo.
En la manigua Maceo atestiguó el crecimiento de aquel niño callado y de modales intachables, hábil para aprender idiomas y desenvuelto en la escritura. Tras el fin de la Guerra de los Diez Años, la familia Gómez Toro se asentó en República Dominicana y allí Francisco alternó el estudio y el trabajo.
Conocer a José Martí marcaría la vida del joven Panchito. En Montecristi se produjo el encuentro, adonde el Apóstol había viajado para entrevistarse con el general Gómez y del cual saldría el Manifiesto, resolución de lucha por la independencia de Cuba, gestada con paciencia en una guerra más que necesaria. La bondad de Panchito conmovió al Maestro desde el principio y con estas palabras lo describió: “Era sobrio, ya como un hombre probado, centellante como luz presa, discreto como familiar del dolor”.
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Mucho fue el aprecio que le tomó Martí, tanto, que lo invitó a acompañarlo por Estados Unidos, Centroamérica y las Antillas, en sus viajes para sumar nuevos esfuerzos a la causa de Cuba y a la preparación de la Guerra Necesaria.
Panchito le recordaba al Delegado del Partido Revolucionario Cubano a su hijo distante, y su compañía honesta y desinteresada fue un bálsamo de ternura para aquella alma cansada de las ingratitudes del exilio. La labor y los momentos compartidos los hermanaron incluso más. Escribió el Héroe Nacional: “Ya él conoce la llave de la vida, que es el deber (…) No creo haber tenido nunca a mi lado criatura de menos imperfecciones”.
Cuando el Generalísimo y el Apóstol se embarcaron de República Dominicana para Cuba en 1895, Panchito quería acompañarlos, pero lo disuadieron de aquella idea. Por la sangre de Francisco Gómez Toro, sin embargo, corría el patriotismo más auténtico, ansiaba con todas sus fuerzas retornar a la isla que lo acunó, lo que queda manifiesto en estas palabras suyas escritas a su padre en 1896: “Hasta que yo no haya dado la cara a la pólvora y a la muerte, no me creeré hombre. El mérito no puedo heredarlo, hay que ganarlo”, escribió a su padre.
Panchito (de pie), junto a Martí y Fermín Valdés Domínguez
Fiel a sus convicciones, cuando ya Martí había caído en Dos Ríos, el joven llegó a tierras pinareñas en el barco Tres Amigos, en una expedición al mando del mayor general Juan Rius Rivera, que desembarcó el 8 de septiembre de 1896 por la caleta de María la Gorda, en Pinar del Río.
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Conoció el Lugarteniente General Antonio Maceo, quien en la etapa final de la invasión estaba en el Occidente de la Isla, que su ahijado, aquel niño nacido en el campamento La Reforma, ya era un hombre de esa talla y lo designó como su ayudante en la dura faena de la guerra con el grado de teniente. Panchito peleó en Montezuelo, Tumbas de Estorino, Ceja del Negro, El Rubí, El Rosario y varios combates más y lo hizo con tanto coraje, que fue ascendido a capitán.
Cuando ocurrieron los hechos de San Pedro, el 7 de diciembre de 1896, sumaba 14 acciones combativas, estaba en plena flor de la juventud, con solo 20 años.
Todo fue muy rápido. Desechando la alternativa de una retirada, Maceo cargó machete en mano hacia un punto estratégico del campo de batalla, pero una cerca de alambre detuvo su avance. Expuesto al nutrido fuego de línea proveniente de la cerca de piedras, situada a unos 80 metros, dijo a sus acompañantes: “Esto va bien”.
Apenas terminó la frase. Cayó de su caballo por un balazo que le entró por la mandíbula, rompió la carótida y murió casi instantáneamente. Murió el héroe invencible de 27 balazos en el cuerpo. Murió el titán cuyo bronce cedió en fatídica jornada.
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Ante el intenso fuego, los mambises se retiran y el cadáver queda en terreno dominado por el enemigo. Cuando dejaban atrás el potrero, observaron al capitán Panchito apresurarse hacia el sitio donde había caído el Titán de Bronce. Llevaba un brazo en cabestrillo por una herida reciente, resultando blanco fácil de las balas españolas. Debilitado por la sangre que pierde, trata de suicidarse para que no lo capturen vivo. “Muero en mi puesto, no quiero abandonar el cadáver del general Maceo y me quedaré con él. Me hirieron. Y por no caer en manos del enemigo me suicido. Lo hago con mucho gusto por la honra de Cuba…”. No puede concluir la nota a sus padres y hermanos. Uno de los guerrilleros españoles lo remata a machetazos.
Juan Delgado, coronel mambí de sobrada valentía, exclamó que dejar el cuerpo del general Maceo a merced de los españoles sería la mayor deshonra que el ejército insurrecto pudiera sufrir y conmina a los presentes diciendo: “El que sea cubano, el que sea patriota, el que tenga vergüenza, que me siga…”, y con el machete en alto partió con 18 compañeros de armas a rescatar el cadáver del héroe y de su fiel ayudante, el hijo del generalísimo Máximo Gómez.
Esa noche los insurrectos lavaron los cuerpos de los dos héroes y los velaron. Decidieron esconderlos en la finca Cacahual, propiedad de Pedro Pérez, donde fueron enterrados juntos. El tío del teniente coronel Delgado se consagró desde entonces a custodiar aquel lugar secreto. Colocó el cuello del joven sobre el brazo derecho de Maceo, como sirviéndole de almohada, según detalló tres años más tarde a Gómez, durante la exhumación de los restos. Desde septiembre de 1899, reposan en el Mausoleo de El Cacahual, los restos de Panchito junto a los de su jefe, el Titán de Bronce.