Memorias de La Redonda

Para contar la historia, sería atinado navegar al solitario y doloroso mundo de carboneros de antaño

La carretera Morón-Isla de Turiguanó está flanqueada por verdes intensos. Casi a medio camino entre ambos lugares, rumbo norte, doblas a la derecha y, de repente, aparece una extensión de agua tan vasta, que el cielo se duplica.

Has llegado a la laguna La Redonda, la segunda por su capacidad de embalse —80 millones de metros cúbicos de agua— en Ciego de Ávila y entre las mayores del país.

A unos 430 kilómetros al este de La Habana, cerca de la ciudad de Morón, en la provincia avileña, se encuentra este paraíso ecoturístico que parece detenido en el tiempo. Rodeada de frondosos manglares rojos, negros y blancos, y habitada por aves endémicas como el garzón azul y el colibrí, este espacio natural —parte del Gran Humedal Norte de Ciego de Ávila— es mucho más que un paisaje idílico.

Imagino el nombre le haya llegado por su forma de círculo perfecto, por la línea verde y pareja, como dibujada con un compás, donde el sol de la mañana, más que calentar acaricia.

Y es bajo esa caricia suave que se descubre La Redonda, donde el cielo y las nubes algodonosas no solo parecen tocar el agua dulce, sino también la memoria de un lugar que supo reinventarse desde los rescoldos del carbón hasta el brillo del turismo.

LA HISTORIA DE UN MUNDO DE CARBONEROS

Para contar la historia, sería atinado navegar al solitario y doloroso mundo de carboneros de antaño, mencionar a Jesús Alfaro, pescador, pequeño, enteco, descalzo y humilde, lastimado por los mil trajines de aquella época difunta de antes del Primero de Enero de1959.

O describir el modo en que vivían aquellos hombres olvidados, a bordo de pequeñas embarcaciones rústicas que le daban la vida, cargadas del carbón hecho de mangle, llana o patabán al que se refiere Onelio Jorge Cardoso, en su libro Gente de Pueblo.

Conocemos la leyenda de las toninas salvadoras, de la parte científica de esos seres tan inteligentes, que pretende explicar de otro modo el generoso servicio al náufrago, como el cuento del hombre que cayó al agua de La Redonda, se dejó llevar por las toninas; a cabezazos inofensivos, lo acercaron a la orilla y el hombre se salvó.

Son las historias, las leyendas, los mitos conocidos, contadas de generación en generación; historias que no se perdieron en el tiempo y se convirtieron en tradición oral.

La Redonda casi que pudiera ser una sucursal de su homóloga la Leche, el embalse natural más grande de Cuba, con una capacidad para almacenar 120 millones de metros cúbicos de agua.

Hacia el fondo de la laguna está el Canal de la Llana, donde en aquella época que hoy le narro en retrospectiva, empezaban los carboneros de verdad; los que padecían de soledad, desamparo y miserias, que formaban una población dispersa en las zonas de esteros y manglares, compuestas, entonces, por más unas 200 familias, según cálculos revelados por historiadores y a los que hace referencia el Cuentero Mayor.

El mundo de aquellos carboneros se describe fácil; lo difícil es imaginar el esfuerzo cuando quemaban el horno y debían sacar el producto a palanca limpia o izar alguna vela, por si llegaba el aire al canal estrecho y poco profundo.

El canal tiene de tres a cuatro pies de profundidad, o lo que es lo mismo decir un metro o un poco más de la superficie al fondo, más cercano o lejano en dependencia de la época del año: si es primavera o sequía.

La tierra sacada del canal y vertida sobre la orilla, permitía al carbonero levantar el rancho y establecer su familia, casi siempre compuesta por la mujer y uno, dos, tres hijos o más que permanecían con la boca abierta en espera de lo que trajera el padre.

La carne que se come sale del canal: biajaca, trucha, jicotea, que los pescadores de entonces las cogían en un buen lance. Y todos contentos por la llegada del plato exquisito, el que casi nunca podían degustar en tierra firme, porque la subsistencia dependía de la pesca y el carbón.

Antonio Marcos, residente en Morón, a los 86 años conserva una memoria eidética, recuerda aquellos momentos: “Teníamos que fajarnos a abrir una zanja—, con el agua a la cintura y el sol quemándonos la vida por más de medio kilómetro, pa’ llá arriba del monte; después penetrar en la manigua y buscar un buen manchón de llanas o mangles; cortarlos y trasladarlos en un chapín para el lugar donde ya uno hizo otro horno; elevar la madrina vertical que sostiene los restantes trozos de madera, ir poniendo los palitos alrededor de la madrina; cubrirlo con hierba y taparla con tierra quemada del anterior horno para, al fin prenderle candela y esperar unos días a que queme, siempre con los ojos puestos en él para que no se vuele, que es como decir que coja candela. ¡Pa’ qué contarle!”.

MAESTROS DEL LABERINTO VERDE

lancherosHoy los lancheros de esta historia fueron Lino (a la derecha en la foto) y Tomás

A un costado donde se encuentran las lanchas o en el pequeño brazo de muelle que se adentra en las aguas de la albufera, el ronroneo de fondo ya no es el del viento acariciando las velas de antaño, sino el rugido gutural y constante de los motores Yamaha, de 175 caballos de fuerza.

La modernidad, implacable, atraca en este rincón de la geografía de la provincia y tiene un casco de plástico y fibra de vidrio. Los lancheros de ahora no empuñan largas palancas de madera para impulsarse en los fondos bajos. Los nuevos argonautas, con gorras y gafas de sol, navegan a bordo de embarcaciones que parecen proyectiles.

Lino López, 35 años como lanchero, va al timón; a su lado, Tomás Hernández Barrera, 46 años en el oficio; ambos, lobos de mar que tienen dibujado en la memoria cada vericueto de La Redonda.

Su arte no es solo la navegación. Mientras guían, son narradores y guardianes. Con voz pausada señalan hacia uno y otro lugar del canal La Larga, por donde se entra y se navega poco más de dos kilómetros; después aparece otra laguna: Manatí, que llega hasta el establecimiento pesquero de la Isla de Turiguanó.

“Miren, allá, entre el follaje, un cocodrilo toma el sol… quieto como un tronco más. Miren los cinco nidos del pájaro carpintero”, señala Lino, el más conversador de los dos. Y uno observa cinco agujeros, hechos a picotazos, del mismo tamaño, uno debajo del otro, a igual distancia.

“Escuchen… ese trinar es el de un zorzal, el tenor de estos palmares”, nos pone Lino en alerta.

“Miren la flor de las orquídeas, en distintos colores”, observa Tomás.

Y de pronto aparece un comején sobre un mangle de edad avanzada. Lo bautizaron como El Güije de la Laguna. Fue idea de ambos en sus andanzas por estos lares. “Con el polietileno que viene dentro de las cajas, le hicimos los ojos, la boca, las orejas. A los turistas les gusta y algunos niños se asustan cuando lo ven”.

Hoy los lancheros de esta historia fueron Lino y Tomás; mañana podrían ser Roberto, Reinaldo, Alejandro, Rodolfo o Félix, los otros que también prestan servicios en La Redonda y quienes siempre están listos para zarpar.

El motor Yamaha, un bloque de metal adherido al casco brillante blanco, es el corazón de la lancha. Sus 175 caballos no son metáfora: son una fuerza tangible que hunde la popa y lanza la proa hacia el horizonte. El viaje que antes tomaba horas de paciente deriva, hoy se resuelve en minutos de un traqueteo violento y eficiente.

Retornamos al muelle después del diálogo íntimo con la laguna.

DE LAGUNA DORMIDA A DESTINO SOÑADO

Gerardo González Macías y Liset Durán D González, junto a sus cinco hijos, emprendieron un viaje desde Canadá hasta el destino turístico Jardines del Rey para vivir una experiencia auténtica en La Redonda. Estas palabras resumen su jornada, impregnada de sabores, colores y emociones que reflejan la esencia de su visita al lago.

“Pasamos un rato maravilloso. El viaje en lancha fenomenal; además te dejan pilotar un ratico. El servicio en el restaurante es excelente”.

Detrás de cada plato que emerge de la cocina del restaurante de la laguna hay historias de dedicación. Yordi, Danel, Cristian y Alberto no son solo cocineros; son creadores brillantes. Trabajan en sinergia con personal clave como Leticia Argüelles Martínez, Ángel Hernández Almarales y Lucía Guevara Posada, quienes aseguran que la experiencia del visitante sea impecable desde el momento en que llega hasta el último bocado.

El personal de este enclave, un suspiro de eterna tranquilidad, ha creado un espacio donde los sabores del mar se funden con la calidez humana y la riqueza natural, haciendo de cada visita una memoria imborrable.

La experiencia en La Redonda trasciende lo visual para convertirse en un estado de ánimo. La laguna, un verdadero tesoro natural, con su quietud majestuosa, impone una pausa e invita a una reflexión serena frente a la inmensidad de la naturaleza. Al alejarse, uno se lleva no solo la postal mental de sus aguas cristalinas, su fauna y su flora, sino la reconfortante certeza de que lugares así, santuarios de silencio y vida, perduran como un antídoto esencial contra el bullicio del mundo.