Hermosa coincidencia

De grandes coincidencias está adornada la historia de esta tierra, nación que parió hijos que la amaron inmensamente, y que adoptó a otros que no dejaron la contienda hasta verla con su bandera libre ondeando al viento.

Por felices coincidencias late también el corazón de Cuba, lugar sembrado en medio del mar, soportando las tormentas, los odios viscerales, las redadas, los cercos de quienes temen la fuerza irresistible con la que se levanta recién hecha cada día.

El nacimiento en igual fecha de estos dos hombres, le pertenece. Aun cuando fue la ciudad de Santiago quien escuchó el llanto fuerte que anunciaba al Titán que después fue; y Rosario, en la lejana Argentina recibió a quien no sería hombre de un solo sitio, quien en su andar venturoso nos privilegió con su presencia, con su estancia generosa, con su amor por la vida y la libertad de los pueblos.

Separados por el tiempo imponente y las distancias vinieron a servirle en épocas distintas, a entregarse con un arrojo fiero, a dejar su sangre y a exhibir sus heridas, su hambre de justicia, sus anhelos de luces y esperanzas.

Vinieron a socorrer a Cuba como a la madre sufrida, sedienta de la libertad, aliento de vida; vinieron a entregarse sin esperar nada, sin otra ambición que no fuera despojarla de sus dueños, sanarle las heridas, levantar su mirada; besar su frente y dejarla limpia para ser disfrutada por sus amantes hijos.

Si algo los unió, además de esta fecha, fue la manera con la cual amaron a Cuba. La pura convicción con que le ofrendaron su vida y sus esfuerzos, su tiempo y su trabajo; lo sublime que habitó en cada esfuerzo por convertirla en un sitio mejor para acunar a los cubanos libres.

Pudieron, fácilmente, Maceo y el Che sentarse juntos a la misma mesa, comer el mismo pan, coincidir o no en muchas cosas; pudieron, sin recelo, trazar estrategias de lucha, disentir sobre lo más urgente, lo que mejor se adecuara a los contextos de cualquier época; pudieron, por qué no, usar el mismo campamento, mandarse uno al otro, velarse el sueño, acompañarse en la vigilia.

Pudieron diseñar juntos la Cuba que soñaban entregar a sus hijos, habitar el mismo espacio donde se entregara todo por amor a un país, caer juntos en el mismo campo de batalla, o disfrutar la victoria final y disponerse a invadir aquellos sitios donde fuera necesario y urgente fundarlo todo, desmontar los viejos andamios, echar juntos las nuevas simientes, poner las primeras piedras, edificar la nación anhelada después de desbrozar tanta maleza del camino.

Pudo Maceo abrazar al amigo foráneo, agradecer que llegara con aquella estrella anunciando lo bueno; pudo el Che conmoverse con la acogida del cubano entero, prometer no tomar el camino de vuelta hasta dejar a Cuba levantada como territorio libre, el faro de otros pueblos.

Pudieron encender juntos todas las lámparas, mirar al mismo horizonte, consolarse en las derrotas, compartir el júbilo, no ceder.

Pudieron estos hombres encontrarse y amarse por amar a esta tierra, pudieron ser hermanos de lucha, compartir los quebrantos que no faltan en los tiempos de guerra. Pero apenas nos basta con su existencia en épocas distintas, con que hayan ofrendado sus vidas por legarnos esta tierra, que palpiten y brillen en el pecho de Cuba como una de sus más hermosas coincidencias.