Crónicas (y) Humanas: La esperanza verde olivo

Esta es la historia de Nato, joven campesino de la zona de Mamonal que sirvió de guía a la columna invasora de Camilo Cienfuegos y casi le cuesta la vida

verde olivoImagen generada con IA Ya todos lo saben: Camilo anda cerca. En cualquier casa campesina se habla bajito sobre la llegada de los rebeldes, salidos de la Sierra Maestra el mes anterior. Muchos esperan la presencia de los guerrilleros como cosa buena, con la esperanza de un cambio en aquel lugar perdido, patria de los surcos y las palmas reales, a medio camino entre Las Villas y Camagüey.

La vida en el campo es durísima y hay que aguantar de todo: los atropellos de la Guardia Rural, los caprichos de los terratenientes, las mentiras de los políticos que aparecen una vez cada cuatro años a prometer y prometer, y nunca cumplen… Si aquella revolución vestida de verde olivo no triunfa, la miseria y el dolor seguirán allí, como una costra sembrada en la piel de la gente más humilde.

Nato entiende todo eso. Entonces solo tiene 20 años, pero ya conspira contra el gobierno. Junto a su tío Martín y otros guajiros de la zona, escucha las transmisiones de Radio Rebelde, recoge armas, vende bonos del Movimiento 26 de Julio, y cumple otras misiones orientadas por la dirección local de esta organización.

Por eso, no lo pensó dos veces cuando Julián Cabrera, un amigo suyo, le pidió que lo acompañara a llevar comida a las tropas de Camilo, situadas cerca del lugar. Con un par de quesos y dos cubos repletos de yuca salcochada, llegan al campamento de la Columna No. 2 del Ejército Rebelde, en un cañaveral de Las Grullas, hoy municipio de Florencia.

Allí se entrevistan con Camilo. Este les pregunta sobre la situación en la zona y les ordena servir como prácticos de la columna invasora: guiarán por aquel territorio a los noventa y tantos combatientes y evitarán cualquier choque con las fuerzas enemigas, pues otra es la misión que traen los barbudos.

Medio siglo después, Nato conservaría en su memoria la estampa del Señor de la Vanguardia: “Alto, delgado, con mucho pelo. Se acostaba en su hamaca y leía: pasaba bastante tiempo leyendo y fumando. Vestía un uniforme verde olivo gastado, sin grados militares, con un sombrero de paño en la cabeza”.

En los escasos días que permanece con los rebeldes de la Columna No. 2, Nato los guía hasta un caserío llamado La Aurora, para que la tropa se reaprovisione en una pequeña tienda. A las 11:00 de la noche buscan en su casa a Nazario González, dueño del establecimiento, y compran alimentos, ropa, botas… Aquella venta reportó al tendero 320 pesos, incluida la propina, y fue una de las mayores de su vida.

Kilómetros después, a la entrada de un monte, Nato y su compañero reciben la orden de regresar. Camilo les pide que vuelvan a sus casas, y ayuden a las próximas columnas invasoras. Un poco contrariados, pues hubieran querido seguir con la guerrilla, cumplen la indicación.
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Aunque todos le dicen Nato, se llama Ignacio Moreira Pérez de Corcho. Su historia no es muy distinta a otras que abundan en los campos cubanos, donde la gente más humilde y maltratada, los relegados de siempre, intuyen en los barbudos la oportunidad de un futuro mejor para sus familias, y apuestan a la Revolución incluso su propia vida.

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De todas formas, los guajiros miran a la cara a la muerte con más frecuencia de la que les gustaría admitir. Entre la baja cobertura médica, impagable para los pobres, y la impunidad de los pudientes, que pueden quitar de en medio a cualquiera, a veces sobrevivir solo es cuestión de suerte.

Cuando era niño, Mingue, un hermano de Nato, se hirió en la pierna con un machete mientras trabajaba. La herida no tardó en infectarse y poner en riesgo la vida del muchacho. En una familia como aquella, era imposible pagar un médico; así que los remedios caseros intentaron suplir, sin éxito, el efecto de los antibióticos. La infección amenazaba con extenderse a toda la pierna.

Por suerte, un pariente logró ponerlos en contacto con un político local, quien resolvió el ingreso de Mingue en el hospital de Ciego de Ávila, a cambio de los votos de toda la familia en las próximas elecciones. Eso valía un pobre: su voto.
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Un mes después del encuentro con Camilo, Nato contacta a dos pelotones de la columna rebelde No. 11, acampados en la finca Charco Hondo. Necesita alzarse: la ayuda prestada a la tropa invasora está a punto de costarle la libertad… y quizá la vida. También habla a favor de otros seis hombres, colaboradores del Movimiento 26 de Julio.

La columna los acepta, con la condición de que cada uno venga con un arma. Así lo hacen e ingresan a las filas del Ejército Rebelde, donde son entrenados en tiro y táctica militar.

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Poco después, Nato recibe otra orden: contactar en Tablones, Jicotea, a combatientes del Directorio Revolucionario y conducirlos hasta el campamento rebelde. Como prueba de seguridad, debe entregarles un pedazo de papel con la clave “CAMBIO 21”, escondido dentro de una costura del pantalón.

En Jicotea sube al carro que lo trasladará al encuentro con los hombres del Directorio. Son casi las dos de la tarde. La distancia no es mucha, pero llevan armas en el automóvil y van por la Carretera Central: es peligroso. De pronto, a mitad de camino, se acaba el combustible. El chofer no llenó el tanque. Ambos se bajan y siguen el trayecto a pie.

Un jeep militar frena en seco a pocos metros de ellos, y los ocupantes del vehículo, soldados del ejército batistiano, les apuntan con sus armas. No hay tiempo de huir. Son apresados y conducidos hasta el cuartel de la Guardia Rural de Ciego de Ávila.
Al llegar, lo reciben con una paliza, hasta que Nato pierde el conocimiento. Cuando abre los ojos, adolorido, está tirado en el piso de un calabozo. A diferencia de su compañero, el chofer, que fue liberado gracias a algún pariente importante, su vida peligra con cada hora que pasa encerrado.
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Ubicado frente a la Carretera Central ―en la edificación que en el futuro ocupará la Escuela Elemental de Arte Ñola Sahíg Sainz― el cuartel resulta el principal bastión represivo del municipio Ciego de Ávila. Los presos, que ya son unos cuantos, se amontonan tras las rejas y ven pasar el tiempo.

No pueden bañarse ni cepillarse los dientes. Tienen una lata que llenan de agua temprano en la mañana, para beber durante el día; mientras que en la noche ese mismo recipiente les sirve para orinar y defecar. Aquello es asqueroso, pero ni de lejos resulta lo peor del sitio.

Casi todas las noches, chirrían los goznes de alguna puerta: los sicarios del régimen se llevan a la fuerza a un prisionero, y a la mañana siguiente lo traen ensangrentado, torturado, inconsciente… A veces nunca vuelve.

Al quinto día de encarcelamiento, Nato guía a una tropa de 300 soldados batistianos hasta el campamento rebelde de Charco Hondo. No hay riesgo alguno: los pelotones guerrilleros ya se movieron de la zona en las jornadas anteriores, y él lo sabe.

Espera fugarse, escapar entre los matojos, aunque le metan un par de balazos en el cuerpo, pero el plan se fastidia pronto. Cuando los soldados llegan a la zona de Mamonal, arrestan al padre de Nato para usarlo como rehén. Si el hijo huye, el padre muere.

No encuentran nada en la finca donde estaba el campamento. El propietario de aquel pedazo de tierra se fue con la guerrilla. Queman la vivienda vacía y varias casas de tabaco. Matan puercos y gallinas. Esa noche duermen allí.

Al día siguiente, liberan al padre de Nato, y a este se lo llevan de vuelta para el cuartel: de nuevo, a la espiral de hambre, tortura y vejaciones. Acaso piensa una y otra vez en su muerte, en que en algún momento se lo llevarán a rastras y ya nunca volverá. Y la imagen de su cadáver, podrido en alguna cuneta, le viene a la mente aquellas noches de soledad e insomnio. Tiene 21 años.

Pero, una madrugada, algo cambia dentro del cuartel. Los guardias se ven nerviosos, agitados. Discuten entre ellos. Están llenos de rabia. “¡Batista se fue! ¡Nos vendieron como puercos!”, ruge furioso uno de los carceleros. Aquel jueves, 1ro.de enero de 1959, el dictador había escapado del país, convencido de que el Ejército Rebelde tomaría La Habana en cuestión de días.

Caída la tarde liberan a Nato y a los demás detenidos. Hay una enorme manifestación fuera del cuartel. El pueblo se ha tirado a las calles para celebrar, dar gracias a Dios, pedir justicia y buscar a sus seres queridos. Cada quien vive el triunfo a su manera. Por fin, luego de seis años, los ríos de sangre y llanto cerraron su cauce para siempre. Fue la esperanza, fundada y triunfante, que iluminó por primera vez a los humildes de Cuba.