Retrato de un bulevar
Fotos: Michel Guerra
Este es un recorrido sin pretensiones de arqueología del Antropoceno. Pero sirve para mirarnos en el espejo de un bulevar descuidado que habla más de nosotros que de otra cosa
El bulevar recibe a todos igual. Obviando cualquier postulado einsteniano sobre la relatividad —aquel que describe la física en el marco de un espacio-tiempo e introduce el punto de vista del observador—, digamos que comienza en la intersección de las calles Honorato del Castillo e Independencia. La primera imagen es la de una fuente en la que apenas brota agua por unos salideros medio tupidos. La que se estanca está casi al borde y mohosa. Lo que mal empieza, me digo…
Faltan pocos minutos para las 12:00 del mediodía, pero pudieran ser las 8:00 de la mañana o las 4:00 de la tarde. Es un lunes soleado de inicios de octubre, pero pudo ser un jueves ¿frío? de diciembre o un viernes de julio.
Cuando se enfila la vista no se distingue otro edificio imponente que no sea el de 12 plantas, ese cajón de concreto y cristales que rompió para siempre el concepto chato de la ciudad original y al que, en los últimos años, le nacieron dos banderas monumentales, instaladas ya en el imaginario popular, no solo por su tamaño, sino, también, por lo que significan. No es, a simple vista, un bulevar con obras majestuosas ante la retina de un desconocedor de la arquitectura. Quizás, por esa razón, es que debe valerse de diferentes encantos no menores.
Sin embargo, está sucio. Anoche llovió y quienes han de limpiarlo no vinieron o ya se fueron y no volverán. En el suelo despintado y manchado hay colillas de cigarros, vasos desechables, latas de refrescos y cervezas, helado. Hay cestos desfondados…
En el portal de la tienda La Americana, un señor expone sus maníes y dulces de guayaba a la altura de una cubeta de pintura, sentado sobre otra. Hoy no es el mejor día de ventas. Por delante de él pasan a la velocidad de la premura de sus asuntos cientos, miles de avileños. Nadie se detiene a comprar ni se percata de que anda por el bulevar, van cuidándose de no tropezar entre sí.
Este no es un bulevar en medio de una gran avenida ni está poblado de árboles. El sol castiga la mitad de los bancos y obliga a caminar por la izquierda.
Cuando los pocos árboles plantados al inicio empezaron a romper el piso con sus raíces, la decisión más rápida fue eliminarlos. Hay ciertas decisiones que nos dejan achicharrados. El bar Piña Colada está abierto por cumplir un horario. A esta hora el local no tiene música ni qué ofertar dentro. Afuera, en una mesa, venden cuatro cajas de jugos y la gente sigue su camino.
El hotel Sevilla estuvo en reparación y ahora su planta baja es la aspiración de recuperar sus días de gloria. Antes pasaron de largo la tienda La Época, apagada al mediodía, no solo en cuanto a electricidad, sino también en cuanto a clientes. Añorando, quizás, su primera época como establecimiento de ARTEX.
Al frente hay movimiento, la mayor actividad comercial de toda la ciudad, a espaldas del edificio de 12 plantas. Son dos filas de mesas y mesas en 50 metros, aproximadamente, apiladas, como la gente, una a continuación de otra. Casi ningún producto fue hecho por las manos del vendedor. Pero se encuentra casi de todo. De todo. Ropa, calzado, maquillajes, aseo, útiles del hogar y lo que vayas buscando lo puedes preguntar. A veces, da la impresión de ser el bulevar del bulevar.
Área más concurrida del bulevar
Un parqueo de bicicletas y motos eléctricas está al final, lleno. ¿Acaso eso “justifica” que en el portal de la farmacia Sevilla una persona hable por celular, con todo el tiempo a su favor, sentado de lado en una motorina? Diez metros adelante hay una más en la misma posición, tal vez esperando a que alguien termine de comprar en el Nuevo Trópico, cuya novedad se asienta en una nueva moneda. Por delante pasa alguien más que lleva de mano una bicicleta. No sorprendería que estuviera pedaleando, si total, por momentos el corredor público parece una extensión de la autopista nacional. Con sus mismos baches y su soledad a las 3:00 de la tarde.
Frecuente indisciplina y contravención para la que no aparece un freno
Ni aquí ni en cien metros, ni en ninguna parte del bulevar hay siquiera un agente de seguridad, o un inspector que vele porque no se cometan indisciplinas sociales o contravenciones del tránsito. Nadie pone coto a la basura en las esquinas, los pies sobre las paredes. El bulevar vendría a ser, en una ciudad exenta casi de sitios de interés turístico, ese espacio que enseñarles a los visitantes. Pero ¿qué les vamos a enseñar?
La solución a un cesto desfondado no puede ser esta
No pocos avileños, una década y más después de la construcción del bulevar, están en el bulevar, sino en aquella calle Independencia cuando era transitable. No existe quien se detenga a contemplarlo y también demoran demasiado quienes deberían repararlo.
A ratos es inanimado. Hay lugares que solo ocupan un área. Invisibles, hasta que una exposición de artes plásticas o una danza infantil desdicen esos silencios. La Casa de Cultura mantiene sus ventanas abiertas y pueden verse sus enormes salones vacíos en las mañanas. En las tardes y los fines de semana cambia el semblante, al ritmo de un danzón octogenario o la voz inédita de un vecino que ¡al fin! ha perdido el miedo a cantar en público. De alguna manera, a esas horas, pareciera que los portales poblados por comerciantes de pulseritas de hilo y ojitos de Santa Lucía, conjuran el ¿mal de ojo? del bulevar.
Casa de Cultura José Inda Hernández/FacebookDanza, colores, alegría: la Casa de Cultura trabaja en silencio puertas adentro, pero es una explosión puertas afuera
Al antiguo Banco Canadá la gente lo mira sin verlo. Si apuntan arriba, buscando admirar sus capiteles y cornisas, pueden pasar dos cosas: que los “bautice” una golondrina o que se pase la cola. La gente, afuera, bajo el sol, acordonada, solo está pendiente de no perder la cola… o de colarse. Quizás alguno se haya aburrido de esperar o quizás no funciona ahora lo que debería funcionar, mas no se va. El bulevar es, a veces, un asidero de colas.
Y a veces ni eso. El bar-cafetería Canadá parece fúnebre hoy. Abierto, sí, aunque sin clientes. Tampoco han regresado todos los que un día tuvo La Fontana, cuando el café costaba centavos y había tiempo para sentarse a escuchar a los amigos. Pero faltan algunos amigos… y, a veces, también, el café…
Si una vez Ciego de Ávila tuvo positivas referencias por su gastronomía, el bulevar en el presente no las mantiene. A falta de comensales dentro, han intentado “cazarlos” fuera, con mesitas de manteles gastados y propuestas para el olvido. Piñas coladas sin piña ni leche de coco y un ron peleón que deja un sabor raro en la boca; “completas” incompletas en cajitas de cartón que nunca terminaron de armarse; dependientes desganados con ganas de cerrar. Tía María y Don Pepe son un par de viejos a los que solo les quedan sus memorias. Unos metros más adelante, en el piso, un deambulante con una caja y una figura de San Lázaro entristece la imagen. Se salva la Unión Árabe, tan añosa como los otros inmuebles, pero que ha mantenido la prestancia de sus arcos de herradura y motivos moriscos.
Esta fuente en medio de la segunda cuadra del bulevar —frente a El Colonial, restaurante cerrado por una reparación interminable— muestra peores condiciones que la primera. Ni agua brota. Tiene dos barandas en el suelo. Rotas. Si nos ponemos relativos diríamos que está más cerca de volver a funcionar, porque después de ese estado deplorable no puede haber nada más. Pero, ¿qué sabía Einstein de fuentes rotas?
Estado calamitoso el de ambas fuentes, ¿faltan recursos o voluntad?
La galería de arte dejó de serlo, ¿o no? Si no fuera porque los objetos que guarda, butacas, sillones, cuadros, tienen precio, diríamos que sigue siendo solo un espacio para observar. Vaya ironía.
Y si no fuera porque desde el bulevar pueden escucharse los toques de tambor y la clave —ensaya Rumbávila Fusión el Son desangrado (corazón)—, diríamos que El Bohemio es una farmacia al aire libre, sitiada entre dos entidades especializadas en las finanzas. A un lado, la gente hace cola para comprar dólares o extraer efectivo. Al otro hay que salir a buscar los estados de cuenta en moneda nacional. Así vamos.
Cruzo por la despintada cebra de la calle Simón Reyes. Otro Banco flanqueado por la cola para cuando aprovisionen el cajero. Enfrente, la librería lo intenta, transfigurada ahora en ateneo. Sacaron ejemplares al portal, aunque en este momento ni de reojo alguien se fija en los títulos. Adentro, algunos leen las contraportadas y esperan el café.
En esta cuadra, la verdad, el bulevar es menos bulevar. Lo que queda de bulevar. Se repite que dos heladerías —Pin Pon y Arlequín— se observan sin celarse, sin competir, vacías como el Coppelia que ha quedado detrás. ¡Ah!, verdad, ¿el Coppelia? En el parquecito infantil no es hora de que haya niños divirtiéndose ni el sol los dejaría, pero sí es hora de que se vuelvan a pintar las estatuas rayadas de Elpidio Valdés y el Capitán Plin. Y el puentecito de las fotos, que albergaba renacuajos y pececitos, también. Al bulevar le faltan colores.
Justo enfrente hay un grupo de jóvenes a los que les sobran. Desde que el inmueble fue renombrado como Casa del Joven Creador no faltan las peñas y el ajetreo, y, a pesar del calor, el Barquito es arca donde caben todas las inquietudes artísticas.
Protagonista de la vida en el corazón de la ciudad: la Casa del Joven Creador y el café Barquito
La tienda hecha nada, cerrada montón de tiempo atrás, que colinda con la de Bandolli, es una instantánea del bulevar. Y la de Bandolli es la utopía del bulevar.
Esa y el hotel Rueda. Contrastantes con la realidad. Al punto que no encajan. Pero todo es relativo, insisto. Bien podríamos decir que son el principio del bulevar que queremos.
A los pies del Rueda, el Escudo de la Ciudad refuerza la idea de que este podría ser el mejor inicio del bulevar que queremos